Fuente: VCS Radio

El dios creador de todo observaba desde la profundidad del cosmos cómo las galaxias se movían lentamente, extendiendo sus brazos en espiral, brillando con sus millones de luces palpitantes, estrellas grandes y chicas como enjambres de luciérnagas en una noche infinita.

Esta visión lo satisfacía, pero también lo hacía sentir solo, compartiendo la belleza que había creado, solo consigo mismo. Entonces, decidió que necesitaba compañía y creó a unos seres con quienes compartir la existencia de tanta belleza. En un principio, todo funcionó de maravilla, pero poco después, ellos descubrieron la llave de la felicidad.

Una vez pudieron comprender cuál era realmente la fuente de toda la dicha, tomaron el camino del dios y lograron integrarse con él. Y el creador de todo volvió a sentir la soledad infinita, la cual le producía algo parecido a una tristeza divina.

Reflexionó profundamente sobre esto, pensando que tal vez debía crear al ser humano. Pero tenía claro que, para que dicho ser pudiera desarrollarse según el mundo que le daría, debería estar dotado de curiosidad. Y por supuesto, la curiosidad podría llevarlo a descubrir también la llave de la felicidad. Si esto sucedía, el ciclo seguramente iba a repetirse, con el desenlace ya conocido del regreso a su soledad.

Cavilando sobre esto, se dirigió al mundo que pensaba darles a los hombres. Este mundo tenía extensos océanos, grande praderas, bosques ilimitados, montañas enormes y abismos profundos. Y por todas partes bullía la vida, toda clase de peces, aves, cuadrúpedos, mariposas multicolores y luciérnagas titilantes, en fin, un paraíso envidiable que seguramente ellos no querrían abandonar.

Pero recordó otra vez la insaciable curiosidad que habrían de tener. Ella haría que nunca estuvieran satisfechos del todo. La única solución era esconder la llave de la felicidad donde jamás la encontraran.

Miró el océano profundo, pero pudo verlos descendiendo cada vez más abajo, y seguro llegaría el día en que la iban a encontrar. Observó cavernas que se internaban muy adentro de las montañas, pero con resignación, movió la cabeza negativamente. Tampoco podían ser los bosques, ni las sabanas, ni el desierto inacabable. A todos esos lugares el hombre llegaría.

Por un instante miró las remotas estrellas, pero concluyó que incluso allí podría llegar. La noche avanzaba, y aunque el dios primordial tenía la facultad de no perder la paciencia, comenzó a cuestionarse si debía crear a un ser tan difícil de contener.

Ya casi amanecía, y parecía que el sol lo iba a sorprender sin haber encontrado una solución para este enigma, cuando cayó en cuenta de algo que ahora era evidente: todas las exploraciones en las que veía a los humanos tan interesados, eran muy lejanas de su lugar de origen. Esto solo dejaba un sitio donde jamás buscarían la llave: dentro de ellos mismos.

Entonces, sin demora, creó al hombre tal como siempre había querido, y puso la llave de la felicidad en el fondo de su corazón.

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