Por Peter J. BoettkePanampost

Este artículo fue publicado inicialmente en la Fundación para la Educación Económica.

Cuando Mijail Gorbachov llegó al poder en 1985, heredó un desastre político y económico. El informe Novosibirsk elaborado por la socióloga soviética Tatyana Zaslavskaya, publicado en Occidente en la primavera de 1984, ya había revelado los profundos problemas estructurales a los que se enfrentaban los dirigentes soviéticos. Los años de régimen comunista habían asfixiado la economía -asfixiando la innovación y destruyendo la iniciativa- y habían producido un cinismo político nacido de la corrupción manifiesta de la élite dirigente. Gorbachov conocía perfectamente el alcance de la situación que heredó.

Pero tras seis años en el poder y a pesar de lo mucho que se ha hablado de renovación y reestructuración, la economía estaba peor y la Unión Soviética ya no existía como entidad política. Como programa de reestructuración económica, la perestroika debe considerarse un fracaso absoluto. Es cierto que la glasnost produjo un despertar político y cultural desconocido durante los 74 años de régimen comunista, pero la perestroika fracasó en el terreno económico. ¿Por qué?

Una de las principales razones del fracaso de la perestroika fue que no se intentó. Durante sus seis años en el poder, Gorbachov introdujo al menos 10 programas para la “reestructuración radical” de la economía soviética, de los cuales no se aplicó ni uno solo. En su lugar, la reforma económica se limitó a medias medidas incoherentes e inconsistentes. La ley sobre la actividad económica individual, la ley sobre las empresas estatales y las diversas propuestas de reforma de los precios, por ejemplo, no eran más que medias tintas incapaces de producir los resultados económicos deseados aunque se aplicaran en un entorno ideal.

Conceptualmente, la reforma económica es una cuestión bastante sencilla. Hay que establecer la propiedad privada de los recursos y protegerla mediante un Estado de derecho; hay que eliminar las subvenciones a consumidores y productores; hay que dejar que los precios se ajusten a las fuerzas de la oferta y la demanda; hay que aplicar una política fiscal responsable que mantenga los impuestos al mínimo y frene la financiación del déficit; y hay que establecer una moneda sólida. Introducir estas reformas -incluso en las economías occidentales- es cualquier cosa menos sencillo. Y el principal problema no es sólo conceptual: consiste en diseñar la secuencia o el plan de reforma adecuados.

Una de las ideas más importantes derivadas de la investigación académica en economía política moderna es el conflicto potencial entre la buena economía y la buena política. En los regímenes democráticos, en los que los políticos dependen de los votos y las contribuciones de campaña para mantenerse en el cargo, la investigación ha demostrado que la lógica de la política produce una miopía con respecto a la política económica. Las políticas económicas populares son las que tienden a producir beneficios a corto plazo y fácilmente identificables a expensas de costes a largo plazo y en gran medida ocultos. La financiación del déficit y la política monetaria inflacionista son sólo dos ejemplos de las economías occidentales.

En las antiguas economías políticas comunistas, este argumento sobre la lógica de la política puede intensificarse. Los beneficios de la política pública recaían principalmente en el único electorado que importaba: la burocracia del partido. Desde la bonita dacha hasta el acceso especial a las tiendas, la élite del partido era la principal beneficiaria del sistema. La reforma económica prometía perturbar este sistema y producir costes muy reales a corto plazo.

Si Gorbachov hubiera introducido sinceramente las reformas de mercado, las perspectivas a corto plazo habrían sido precios más altos al eliminarse las subvenciones a los consumidores, desempleo al cerrarse las empresas estatales ineficaces y una mayor desigualdad de ingresos al aprovechar los nuevos empresarios las oportunidades de beneficio económico. En otras palabras, la reforma económica estructural prometía costes a corto plazo y fácilmente identificables que recaerían principalmente en la burocracia del partido, y beneficios a largo plazo y en gran medida ocultos en términos de mayor eficiencia económica y bienestar de los consumidores. La lógica de la reforma entraba en conflicto directo con la lógica de la política, y la política se impuso.

La realidad económica se impone

Aunque la élite gobernante combatió la reforma económica a cada paso, no pudo repudiar la realidad económica. La economía soviética había agotado el excedente acumulado de recursos naturales y tecnología occidental y era incapaz de seguir desarrollándose. La situación económica empeoró con Gorbachov, y las exigencias de reforma estructural se hicieron más fuertes y amenazadoras para el viejo sistema. La Glasnost, además de los acontecimientos de 1989 -desde la Plaza de Tiananmen hasta el Muro de Berlín-, movilizaron a la élite intelectual y cultural. Como decía un refrán ruso: “Seguimos con la correa y el plato del perro aún está muy lejos, pero ahora podemos ladrar tan alto como queramos”.

El fallido golpe de agosto de 1991 fue el último suspiro de los principales beneficiarios del régimen soviético: los privilegiados apparatchiks y la élite dirigente. Durante 60 horas, el mundo primero se estremeció, luego jadeó cuando el golpe se desmoronó y, por último, se alegró cuando terminó el calvario. Pero el golpe era una condición previa para el inicio de una verdadera reforma del sistema. De lo contrario, la burocracia del partido habría mantenido un grado de legitimidad y poder que ya no existe. El desplazamiento de los grupos de interés dominantes, como sostenía Mancur Olson en su “Rise and Decline of Nations”, es un requisito previo para la reforma política y económica sistémica.

La paradoja del gobierno, como señaló tan elocuentemente James Madison, es que una constitución viable debe primero dotar a la institución de gobierno de la capacidad de gobernar a sus ciudadanos, y luego obligarla a gobernarse a sí misma. Mientras los líderes de las antiguas repúblicas soviéticas debaten sus futuros vínculos económicos y políticos y los marcos jurídicos que regirán sus sociedades, deben tener presente la lección más importante de los 74 años de historia del comunismo soviético: cuando se permite que la política domine a la economía como principio organizador, se produce irracionalidad política y económica.

Una constitución viable debe proteger contra las intromisiones políticas injustificadas (incluso en nombre de la democracia) en el funcionamiento de las fuerzas económicas. La ley debe establecer “reglas del juego” que protejan la libertad económica del pueblo. Sólo así podrá llegar la esperanza y la prosperidad a un pueblo que ha sido bendecido con recursos naturales, pero que ha vivido con la maldición -primero bajo los zares y luego bajo los comunistas- de unas reglas erróneas que no lograron frenar los caprichos políticos de la élite gobernante.

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