El desastre de National Geographic: un niño usado por la agenda 2030

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Fuente: Newstad

Por Luciana Sabina

En 2017, National Geographic abrió el año con una portada que quedó grabada en la cultura global: el caso de Avery Jackson, un niño de 9 años presentado como símbolo de la “infancia trans”. Cabello rosa, sonrisa tímida y un mensaje contundente: los niños podían —y debían— afirmar identidades de género permanentes desde muy temprana edad.

Hoy, en 2025, el caso vuelve a la conversación pública porque Avery, convertido ya en adolescente, no se considera trans y reniega de buena parte de la exposición que vivió. Su historia, revisada años después, funciona como un espejo incómodo para un fenómeno que creció sin precedentes: el aumento explosivo de menores que se identifican como trans, la medicación temprana y el impacto psicológico que muchas veces se subestimó.

Una portada que marcó un cambio cultural… sin la cautela que la infancia requiere

National Geographic sostuvo en 2017 que la disforia infantil debía abordarse con “terapias de afirmación”, evitando investigar causas emocionales, familiares o neurológicas. Entre los mensajes más difundidos estaba la idea de que “los bloqueadores de pubertad son totalmente reversibles”, algo que desde entonces ha sido refutado por investigaciones y por autoridades médicas de Europa que, entre 2022 y 2024, limitaron drásticamente su uso por riesgos biológicos y efectos a largo plazo.

Esa narrativa coincidió con un crecimiento exponencial de consultas por disforia. Clínicas de EE. UU., Reino Unido y Canadá registraron aumentos del 4000%, especialmente entre niñas adolescentes. El psiquiatra español Celso Arango lo describió como “una explosión que no responde a la realidad biológica sino a factores sociales, emocionales y de moda”.

Hoy ya nadie discute ese incremento desproporcionado. La pregunta es otra: ¿cuántos de esos niños realmente persistieron en su identidad trans? Y ¿cuántos fueron empujados a decisiones que superaban su verdadera comprensión?

Cuando los datos incomodan

La evidencia acumulada en estos años es sólida: el 80% de los menores con disforia la supera al concluir la pubertad. La prevalencia real de la transexualidad es del 0,001%, y muchos jóvenes que hicieron “transición social” terminan detransicionando al llegar a la adolescencia o adultez temprana.

Sin embargo, durante años se instaló que cuestionar ese camino era una forma de violencia. El resultado fue que miles de familias recibieron el mensaje de que debían aceptar sin preguntar, sin evaluar contexto psicológico, sin esperar un proceso natural de maduración.

Aceptar todo no siempre es proteger.
Proteger implica discernir.

Avery Jackson en 2025: un símbolo involuntario del problema

El niño que en 2017 fue convertido en ícono global hoy tiene 17 años. Desde 2023 evita entrevistas, ya no utiliza pronombres femeninos y se identifica como “no binario”, aunque en privado —según admitió su propia madre— tampoco está convencido de esa etiqueta.

En un video de 2023, que sigue circulando en redes, Avery —visiblemente angustiado— dijo una frase que quedó grabada: “Me arruiné mucho la vida.”

Se refería a la exposición mediática, a la presión para representar un movimiento entero y a la sensación de haber sido impulsado hacia un discurso que no alcanzaba a comprender.

Es especialmente fuerte escuchar esas palabras de alguien que, con apenas 9 años, fue celebrado por adultos que lo presentaron como certeza viviente de una ideología.

Cuando la identidad de un niño se vuelve material político

La historia de Avery no es un caso aislado. Muchos jóvenes denuncian haber sido afirmados sin evaluación profunda, sin acompañamiento psicológico suficiente y sin que nadie —ni familia, ni especialistas— se animara a decir “esperemos”.

La presión social, la militancia agresiva y la idea de que cualquier duda era transfobia generaron un clima en el que la prudencia adulta fue reemplazada por el miedo a ser señalado. Y en ese vacío se tomaron decisiones que hoy se revelan como apresuradas o dañinas.

¿El verdadero problema? Convertir a un menor en bandera

La historia de Avery deja un mensaje claro: un niño no puede ser emblema de una causa. No puede cargar con expectativas políticas ni emocionales que pertenecen al mundo adulto. No puede decidir tratamientos que comprometen su fertilidad, su desarrollo neurológico o su cuerpo adulto.

La infancia necesita tiempo, seguridad, contención emocional, y no la urgencia ideológica que dominó el debate durante la década pasada.

La responsabilidad es de los adultos

Ya no hay excusas para seguir sosteniendo la fantasía de las “infancias trans” como una verdad científica. No existe evidencia biológica que respalde la idea de que un niño prepuberal pueda comprender, definir o consolidar una identidad sexual permanente. Lo que sí existe —y cada vez en mayor cantidad— son historias de chicos expuestos, confundidos, medicados o empujados a narrativas que no nacen de ellos, sino de adultos que proyectan ideología sobre cuerpos vulnerables.

La infancia trans no es una realidad, sino una construcción cultural creada por adultos que necesitan justificar sus propias creencias políticas y emocionales. Y el costo lo pagan criaturas que todavía no tienen el lóbulo frontal desarrollado, que cambian de gustos, de miedos, de intereses… y también de identidades.

Por eso resulta tan grave que se les permita —o peor aún, que se los incentive— a tomar decisiones que afectan su fertilidad, su desarrollo neurológico, su sexualidad futura y su salud mental. Lo que se presenta como “liberación” es, en verdad, una renuncia absoluta al deber de cuidado.

Un niño no puede ser trans porque un niño no puede decidir nada que lo ate para siempre.
Puede jugar, imaginar, experimentar, confundir roles, cambiar de ideas cien veces al año. Eso se llama infancia. Y la infancia no necesita hormonas, ni bloqueadores, ni pronombres forzados, ni un aparato militante que lo capture para convertirlo en emblema.

Necesita límites, amor, protección, escucha.
No militancia.
No medicación.
No irreversibilidad.

La “infancia trans” es, en definitiva, una forma de abandono disimulado bajo el disfraz de progresismo. Convertir a un chico en bandera es una violencia sofisticada: se lo celebra mientras se lo traiciona. Se lo aplaude mientras se lo deja sin adulto que lo cuide.

Y la pregunta final, la más incómoda, es esta:
¿Vamos a seguir sacrificando la claridad biológica y el bienestar infantil en el altar de una moda ideológica?

La respuesta debería ser simple: no.
No más niños convertidos en experimentos sociales.
No más infancias usadas para sostener agendas adultas.
No más historias como la de Avery.

Proteger a los niños significa permitirles crecer, no empujarlos a convertirse en algo que no alcanzan siquiera a comprender.

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