Fuente: La Gaceta
Por Unai Cano
Son muchos los escándalos que acorralan a Ursula von der Leyen al frente de la Comisión Europea y, lejos de ceder el cargo, se aferra limitando cada vez más la soberanía de los Estados miembro para conservar su poder en Bruselas. La presidenta comunitaria, cuestionada tanto por la derecha como por la izquierda, ha convertido la Comisión en un órgano cada vez más opaco y centralizado, donde las decisiones se toman en un reducido círculo de asesores y no en el marco colegiado que exige la tradición democrática de la UE.
Fuentes internas de la institución denuncian que Von der Leyen ha vaciado de contenido el papel de los comisarios y vicepresidentes, que reciben documentos a última hora y sin posibilidad real de debatirlos. Las decisiones clave —desde los fondos europeos hasta la política exterior— pasan exclusivamente por su gabinete personal, encabezado por Björn Seibert y Stéphanie Riso, lo que ha convertido el funcionamiento de la Comisión en una estructura jerárquica sometida a un núcleo de poder que no rinde cuentas ante los Estados ni ante el Parlamento Europeo.
Este estilo de gobierno ha generado un creciente malestar en las instituciones comunitarias. Varios comisarios aseguran que se enteran de las iniciativas oficiales por los medios de comunicación, como ocurrió con el discurso sobre el Estado de la Unión, del que muchos no fueron informados previamente. La falta de transparencia ha dado lugar a filtraciones y tensiones internas, y las mociones de censura contra la presidenta, aunque sin éxito, se multiplican en un contexto de pérdida de confianza y descrédito político.
A este desgaste se suman los escándalos que siguen sin aclararse, como los contratos millonarios de vacunas con Pfizer, negociados mediante mensajes personales que nunca se han hecho públicos. La negativa de Von der Leyen a rendir cuentas sobre este asunto ha alimentado la sospecha de que actuó en defensa de intereses corporativos antes que del bienestar ciudadano. Para sus críticos, este episodio simboliza la deriva autoritaria y tecnocrática de una Comisión que ya no representa a los europeos, sino a una élite política desconectada de la realidad social.
Al mismo tiempo, la presidenta ha reforzado la subordinación de la política europea a los intereses de Alemania y de Washington. Cada decisión en materia energética, industrial o militar refleja —según diplomáticos comunitarios— una alineación con la agenda germano-estadounidense. En palabras de un alto funcionario, «Bruselas se ha convertido en la sombra de Berlín y el eco de Washington». Esta orientación, centrada en el rearme y en la dependencia estratégica de la OTAN, choca con el sentimiento mayoritario de los europeos, que reclaman políticas sociales, estabilidad económica y una verdadera autonomía estratégica.
Von der Leyen, en lugar de abrir un debate sobre el rumbo de Europa, ha optado por concentrar aún más poder en su gabinete, debilitando la capacidad de los Estados miembro para influir en las decisiones que les afectan directamente. Esta tendencia, denuncian analistas, amenaza con fracturar el equilibrio institucional de la Unión y pone en riesgo su legitimidad democrática.
Cada vez más voces dentro del Parlamento y de los gobiernos nacionales coinciden en que la Comisión de Von der Leyen se ha transformado en una maquinaria burocrática desconectada de los ciudadanos, más preocupada por preservar su control que por construir consensos. En un momento en que Europa necesita unidad y transparencia, la presidenta parece empeñada en gobernar desde el secretismo y la imposición. Su legado, advierten muchos, podría ser el de una Unión más dividida, más desconfiada y menos democrática.