Fuente: La Gaceta
Por Unai Cano
La persecución en Siria contra las minorías religiosas —alauitas y cristianos— no cesa. Pese al apoyo brindado por la Comisión Europea y el cambio de régimen, el Estado Islámico y grupos islamistas continúan sembrando el terror en aldeas y ciudades donde todavía sobreviven comunidades históricas. Las últimas denuncias hablan de incendios provocados en el Valle de los Cristianos (Wadi al-Nasara), lo que ha obligado a cientos de familias a abandonar sus hogares en una región que antaño llegó a concentrar a más de dos millones de cristianos y hoy apenas conserva 300.000.
Los ataques de julio marcaron un punto de inflexión: en la provincia meridional de Sweida, con fuerte presencia drusa y cristiana, comandos armados asesinaron a civiles y líderes religiosos, además de incendiar iglesias. El 13 de ese mes, la iglesia greco-melquita de San Miguel fue devastada por las llamas tras una incursión yihadista. Poco después, el pastor evangélico Khaled Mazir, convertido del drusismo al cristianismo, fue asesinado junto con más de veinte familiares. Testimonios recogidos por OSV News relatan que las milicias se retiraron tras ejecutar a decenas de personas en sus hogares y vehículos, dejando tras de sí amenazas de regresar.
La oleada de violencia no se limitó a los cristianos. Más de 600 drusos fueron masacrados en Sweida, según el Observatorio Sirio de Derechos Humanos, lo que incluso motivó represalias selectivas de Israel en defensa de esta comunidad. Paralelamente, organizaciones humanitarias denunciaron que al menos mil personas de minorías religiosas —sobre todo drusos y cristianos— fueron asesinadas en los últimos meses por fuerzas militares sirias en colaboración con células ligadas al ISIS.
El informe más reciente de la Comisión de Investigación de la ONU sobre Siria añade otra capa de horror: desde marzo de este año se han documentado más de 1.400 muertes, la mayoría civiles, en un contexto de saqueos, desplazamientos forzados y torturas tras la detención de supuestos remanentes del antiguo gobierno. Entre las víctimas, unas cien eran mujeres, y numerosas familias quedaron arrasadas. La ONU también registró desapariciones forzadas de mujeres y niñas alauitas en varias localidades.
Un atentado suicida del 22 de junio reflejó con crudeza la magnitud del peligro. Ese día, un atacante se inmoló en plena misa en la iglesia de Mar Elías, en las afueras de Damasco, dejando al menos treinta entre muertos y heridos, según fuentes del Observatorio Sirio. Entre las víctimas, había niños.
Mientras tanto, los pocos sobrevivientes intentan refugiarse en templos y edificios comunitarios. En un ataque reciente, 38 viviendas cristianas quedaron reducidas a escombros, y las familias afectadas buscaron cobijo improvisado en una iglesia local. «No sabemos adónde huir; mi familia ya tiene las maletas hechas porque nos están masacrando», confesó un cristiano de Sweida bajo anonimato.
Desde el ámbito eclesiástico, el arzobispo Mourad advierte que Siria «se encuentra al borde de su disolución», aunque insiste en que la Iglesia debe permanecer fiel a su misión en esas tierras. «La idea de vaciar Siria de cristianos no es la voluntad de Dios», aseguró.
Ante este panorama, el doctor M. Zuhdi Jasser instó a la comunidad internacional a reaccionar más allá de la condena simbólica. Reclama investigaciones serias sobre las matanzas, exigir responsabilidades al nuevo gobierno sirio y dejar de reconocer a cualquier régimen que tolere o facilite crímenes contra minorías. «El islamismo no es una expresión legítima de fe, sino una ideología política extremista que amenaza a todos los pueblos de Siria», concluyó.