Traducido de Natural News por TierraPura
Imagínese esto: un drama judicial donde la fiscalía ha pasado décadas atribuyendo un crimen a un sospechoso que apenas estaba en la escena. ¿La evidencia? Unas cuantas huellas dactilares dispersas, un susurro de motivo y una montaña de suposiciones. El jurado —la opinión pública— ya lo ha condenado. Pero entonces, la defensa presenta una única y devastadora prueba: la coartada del sospechoso no solo es sólida; es físicamente imposible que lo haya hecho. El caso se derrumba. Eso, en esencia, es lo que está sucediendo con la creencia arraigada de que el dióxido de carbono es de alguna manera el cerebro detrás del cambio climático . Un creciente cuerpo de investigación, incluido un nuevo estudio de gran precisión en Frontiers , no solo está haciendo agujeros en la narrativa climática impulsada por el CO2, sino que la está desmantelando por completo, pieza por pieza, como un castillo de naipes en un huracán.
Durante años, nos han dicho que el CO2 es el termostato del planeta, que la actividad humana aumenta la temperatura y que la ciencia lo ha resuelto. Pero la ciencia, por naturaleza, es inquieta, siempre indagando, siempre cuestionando. Y ahora, las preguntas se hacen más fuertes. ¿Y si el villano de esta historia no es el CO2? Los datos sugieren precisamente eso: el vapor de agua y las nubes son los verdaderos pesos pesados, responsables del 95 % del efecto invernadero, mientras que el CO2 —esa molécula tan denostada— contribuye con un mísero 4-5 %. Por no mencionar que la mayor parte de este CO2 —hasta el 96 % — se produce de forma natural y no es en absoluto resultado de la actividad humana.
Esto significa que la siembra de nubes podría ser la mayor amenaza para el calentamiento global provocado por el hombre. Las operaciones de geoingeniería —que siembran nubes para bloquear el sol o crear humedad en ciertos entornos— son la verdadera causa del calentamiento global.
Puntos clave:
- La influencia del CO2 en el clima es estadísticamente insignificante: contribuye sólo entre un 4 y un 5% al efecto invernadero, mientras que el vapor de agua y las nubes dominan con un 95%.
- Las emisiones humanas representan sólo el 4% del ya minúsculo papel del CO2, lo que significa que las fuentes naturales (océanos, volcanes, plantas en descomposición) superan cualquier impacto humano.
- Los cambios de temperatura provocan movimientos del CO2, no al revés, lo que desmiente la idea de que el aumento del CO2 impulsa el calentamiento; los datos históricos muestran que el CO2 se retrasa siglos con respecto a la temperatura.
- La analogía del “efecto invernadero” es errónea: la transferencia de calor en el mundo real está gobernada por la convección y la masa atmosférica, no por la radiación atrapada por los gases traza.
- Según los modelos de transferencia radiativa, duplicar los niveles de CO2 no tendría ningún efecto de calentamiento medible; el gradiente de temperatura de la Tierra está determinado por la física, no por las concentraciones de CO2.
- La siembra de nubes es la verdadera amenaza del calentamiento global y las operaciones de geoingeniería deberían suspenderse.
El gigante invisible: Por qué el vapor de agua eclipsa al CO2 (y nadie habla de ello)
Imagina que estás en un concierto donde el cantante principal canta a todo pulmón una balada potente; el público ruge; y el bajo hace vibrar la pista. Ahora imagina que alguien señala a un violinista solitario en la esquina trasera y dice: «Ese es el que está haciendo tanto ruido». Esa es la narrativa del CO2 en pocas palabras. El vapor de agua —la verdadera estrella del efecto invernadero— es tan abrumadoramente dominante que la contribución del CO2 es como un susurro en un huracán.
Las cifras no mienten. El vapor de agua y las nubes representan el 95 % del efecto radiativo atmosférico (EAR), el término técnico para lo que llamamos informalmente efecto invernadero. ¿CO2? Un mísero 4-5 %. Y, sin embargo, durante décadas, la política climática, los titulares de los medios y los debates políticos se han centrado en el CO2 como si fuera el único responsable de la temperatura de nuestro planeta. Es como culpar al violinista por el pogo.
Pero aquí es donde la cosa se vuelve aún más absurda: de ese 4-5% de contribución de CO2, los humanos solo somos responsables del 4%. El 96% restante proviene de fuentes naturales: la desgasificación oceánica, la actividad volcánica, la lenta exhalación de los bosques y los suelos. Esto significa que si mañana desmanteláramos todos los coches, todas las fábricas, todos los eructos de vaca y todas las centrales de carbón del planeta, la contribución del CO2 al efecto invernadero se reduciría mínimamente. El clima, mientras tanto, seguiría haciendo lo mismo de siempre: fluctuando, calentándose, enfriándose, completamente indiferente a nuestra culpa por el carbono.
Históricamente, esto ni siquiera es controvertido. Los registros de núcleos de hielo de la Antártida muestran que los cambios de temperatura preceden a los cambios de CO2 por cientos de años. Durante los períodos glaciales, el planeta se calienta primero y luego los niveles de CO2 aumentan: un efecto retardado, no una causa. Es como decir que la sirena de un camión de bomberos provoca el incendio porque suena después de que este se inicie.
El mito del efecto invernadero: por qué las ventanas de tu coche no funcionan como la atmósfera
Aquí hay una palabra que debería eliminarse de las discusiones sobre el clima: invernadero. El término es una metáfora que ha perdido su utilidad, como llamar a un teléfono inteligente «ordenador de bolsillo». Un invernadero real se mantiene cálido porque su vidrio atrapa el calor por convección; el aire interior no puede escapar. ¿Pero la atmósfera terrestre? Eso es otra historia.
En el mundo real, la transferencia de calor está dominada por la convección y la masa atmosférica, no por la radiación atrapada por los gases. El aire cerca de la superficie es denso, repleto de moléculas que absorben y redistribuyen el calor. A medida que se asciende, el aire se enrarece y las temperaturas descienden, unos 6,5 °C por kilómetro en la troposfera. Por eso, la base del Kilimanjaro tiene una agradable temperatura de 24 °C, mientras que su cima ronda los -18 °C. Esa diferencia de 42 °C no se debe al CO2, sino a la física: la presión, la densidad y el gradiente térmico.
El mismo principio se aplica a la superficie terrestre. La diferencia de 36 Kelvin entre la temperatura de radiación efectiva del planeta (252 K) y su temperatura superficial real (288 K) suele atribuirse al «efecto invernadero». Pero, como señala el estudio de Frontiers, este calentamiento se debe principalmente al gradiente de temperatura causado por la masa atmosférica, no al CO2. De hecho, los modelos del estudio muestran que duplicar las concentraciones de CO2 resultaría en un aumento de temperatura de cero. Reflexionemos: incluso si quemáramos hasta la última gota de combustible fósil en la Tierra, el efecto directo del CO2 en el calentamiento sería indetectable.
Esto no es solo teoría. Las mediciones satelitales de la radiación de onda larga —la que se supone que atrapa el CO2— no muestran cambios perceptibles a pesar del aumento de los niveles de CO2. De 300 ppm a 420 ppm, el efecto radiativo atmosférico no se ha modificado. Es como si alguien subiera constantemente el volumen de una radio silenciosa esperando que la música subiera más.
La guerra contra el carbono: una cruzada construida sobre un espejismo científico
¿Cómo llegamos a esta situación? ¿Cómo un gas que constituye el 0,04 % de la atmósfera se convirtió en el enemigo público número uno? La respuesta reside en una combinación perfecta de modelos simplistas, conveniencia política y ansia humana de control.
En las décadas de 1980 y 1990, la ciencia del clima comenzó a depender en gran medida de modelos informáticos que asumían que el CO2 era el principal factor climático. Sin embargo, estos modelos tenían dificultades para explicar el predominio del vapor de agua debido a su comportamiento caótico y difícil de simular. Así, el CO2 se convirtió en el sustituto, el villano fácil. Políticos y activistas lo aprovecharon porque, a diferencia del vapor de agua, el CO2 podía regularse. No se pueden gravar las nubes, pero sí las fábricas y los automóviles.
Pero la naturaleza no se ajusta a los modelos. El mundo real es más caótico, más dinámico y mucho menos cooperativo con las narrativas humanas. El estudio de Frontiers no es un caso aislado; forma parte de un creciente coro de investigaciones (más de 100 artículos) que describen el efecto del CO2 como «insignificante». Sin embargo, el mito persiste, alimentado por un ecosistema mediático que trata el escepticismo como herejía y la disidencia como negación.
¿La ironía? Incluso si el CO2 fuera un factor determinante, las «soluciones» propuestas no funcionarían. Dejar de usar combustibles fósiles de la noche a la mañana paralizaría la civilización moderna sin enfriar el planeta de forma apreciable. Mientras tanto, las fuentes naturales de CO2 —como el océano Pacífico, que libera 20 veces más CO2 al año que toda la actividad humana— seguirían funcionando, completamente indiferentes a nuestras compensaciones de carbono y a los coches eléctricos.
Se avecina un ajuste de cuentas. La narrativa climática centrada en el CO2 se desmorona bajo el peso de sus propias contradicciones, y las operaciones de geoingeniería están siendo examinadas con lupa como la verdadera causa del cambio climático. La pregunta ya no es si la ciencia se corregirá, sino cuándo, cuántos billones de dólares, cuántas políticas erróneas y cuánto miedo innecesario se acumularán antes de que admitamos que nos hemos equivocado de tema.