
Fuente: La Gaceta de la Iberosfera
Por Carlos Esteban
Llevamos ya años diciendo que el viejo esquema de izquierdas y derechas ya no funciona, no es operativo por más que se siga empleando por inercia, y que la batalla ideológica hoy en todo Occidente se libra entre soberanismo y globalismo. Las poblaciones tienden cada vez más a defender un modelo soberanista, mientras que las élites —políticas, económicas y culturales— tratan de avanzar hacia un modelo de gobernanza mundial, que tienda a hacer irrelevantes las fronteras.
Pero si del soberanismo tenemos sobrada experiencia de cómo funciona, es curioso que el modelo rival hacia el que se avanza carezca de concreción teórica. En otras palabras, ¿cómo sería un mundo en el que hubiera triunfado el globalismo, cómo seríamos gobernados? Hace cinco años tuvimos la respuesta, porque la gestión de la llamada «pandemia del coronavirus» fue, realmente, la puesta de largo del globalismo. Y fue una farsa criminal y un desastre económico.
Para entender este punto, traten de imaginar los primeros días del pánico inducido y cómo se hubiera gestionado hace solo veinte o treinta años. No es difícil, porque no hace tanto, en 2010, se hizo un primer intento de plan pandémico mundial con la gripe A. El periodista Iñaki Gabilondo hizo en su día un editorial sobre este conato en el que lo condenaba con durísimas palabras; hablaba de «ola de histeria», «mucha gente vinculada de forma muy estrecha con la industria farmacéutica», «el pánico que recorrió el mundo no fue espontáneo sino planificado», «no había nada en esta gripe que justificara tal alarma», «gobiernos, hábilmente pastoreados por los intereses de esos lobbies, que hicieron lo que les correspondía hacer: comprar millones de unidades», «la gripe A ha producido la décima parte de casos mortales que una gripe estacional», «tenemos millones de dosis con las que no sabemos qué hacer».
Y es gracioso, porque bastaría cambiar «gripe A» por «covid» para que la denuncia resultara idéntica. Sólo que ahora los tiempos estaban maduros y Gabilondo, esta vez, calló prudentemente. Los medios de masas ya habían sido enrolados en el bando del poder, sin disidencias de nota, igual que la profesión médica.
Por eso todos los países —una vez más, con escasísimas excepciones como la sueca— aplicaron exactamente las mismas medidas, incluyendo las más disparatadas. Y no, no es porque coincidieran en las medidas adecuadas o porque estas demostrasen sobradamente su eficacia: por el contrario, todas ellas, desde el uso de las mascarillas a los confinamientos, pasando por los test de diagnóstico y la vacunación, resultaron ineficaces, cuando no gravemente lesivas.
Igual fue también el esfuerzo censor —este sí eficaz—, la propaganda incensante, el abuso del recurso a «expertos» designados por el poder, el engaño voluntario y consciente, el recorte de libertades lacayunamente aceptado por la población, el aumento del control social, el estímulo de la delación ciudadana y el empobrecimiento generalizado de las pymes en provecho de las grandes empresas.
No vale la pena desmontar aquí toda la farsa, labor a la que han dedicado sus esfuerzos analistas más reputados, incluyendo el propio Congreso de los Estados Unidos. Ni siquiera hay mucho que debatir, porque los mismos que desde el poder azuzaron el pánico aceptan ya tácitamente los desmentidos, la confirmación de todas las verdades que durante la pandemia se censuraron y persiguieron bajo la etiqueta de «teorías de la conspiración».
A cinco años vista, una conclusión parece imponerse por pura lógica: no fue casual. No fue tampoco fruto de la incompetencia de los políticos, que con las mejores intenciones erraron en las soluciones. Eso sería posible en una o dos políticas aplicadas entonces, en el caso de este o aquel país. Pero cuando todo es erróneo y en todas partes, es irracional achacarlo a mera chapuza. La política que entonces se aplicó no «salió mal»; por el contrario, salió estupendamente. Quienes las idearon, quienes idearon toda esta farsa, quizá a modo de experimento, ya saben perfectamente cómo vamos a reaccionar ante las órdenes más absurdas y a las instrucciones más lesivas de nuestras libertades y derechos: como un rebaño obediente y asustado.
Por eso toda la histeria covidiana acabó de golpe, de la noche a la mañana, cuando las tropas rusas invadieron Ucrania. Se viralizó la broma de que Putin era el mejor médico del mundo, porque había acabado con la peste en sólo un día. La razón real era, naturalmente, que las élites occidentales ya tenían una nueva «emergencia mundial» que justificara nuevos controles de la información y nuevas formas de saqueo de la riqueza nacional.
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