Fuente: VCS Radio

Cuenta la historia que cierto poderoso emperador, tenía por costumbre dar un paseo en las mañanas, a las afueras de su palacio. Esto distraía su mente de las agotadoras labores propias de su cargo, y le permitía conocer más de cerca a sus vasallos.

Dicho emperador era reconocido por su ilimitada ambición, así como su insaciable deseo de acumular riquezas y lujos. Su ostentoso palacio, construido sobre una colina, dominaba todo el valle y desde la ciudad se veía como un olimpo, inalcanzable para los humanos comunes.

Pero a pesar de esta avidez por el lujo, no era tan avaro como para no entender que debía dejar algunos mendrugos a su pueblo, y que no perdieran completamente el amor y el respeto debidos a su soberano.

Es así que, una mañana en que realizaba su paseo matutino, de repente se encontró con un mendigo, apostado a un lado del campo, quien lo miraba con extraña fijeza. Movido por la curiosidad, se le acercó y le preguntó amablemente:

-¿Qué deseas de mí, buen hombre?

El mendigo, dejando ver una sonrisa traviesa, le contestó:

-¿Está seguro, majestad, de poder satisfacer mi deseo?

El rey, a su vez, sorprendido por la respuesta, replicó divertido:

-Por supuesto que puedo complacerte. Simplemente dime qué deseas

-Creo que debías pensarlo bien antes de comprometerte. – insistió el anciano mendigo.

En realidad, no se trataba de un simple indigente. En una vida pasada, él había sido el maestro espiritual del emperador, quien entonces era su joven aprendiz. Pero el muchacho no había logrado alcanzar el estado de iluminación durante su vida, y el maestro le había prometido, antes de verlo morir, que en la siguiente vida regresaría para continuar la tarea comenzada: “Yo volveré para ayudarte, te prometo que voy a tratar de despertarte”, le dijo.

De modo, pues, que el rey, sintiéndose retado, insistió:

-Soy un emperador poderoso como pocos. De modo que no temas pedirme lo que deseas. Solo dime qué quieres y lo obtendrás.

-En realidad, no es mucha cosa. –dijo el mendigo-. Solo quiero que llenes mi tazón con algunas monedas.

 Pensando que, a fin de cuentas, no era gran cosa, el rey ordenó a uno de sus sirvientes que llenara el pequeño tazón con unas monedas de oro.

Pero cuando el sirviente llenó el tazón, las monedas desaparecieron. Echó otro tanto, pero igualmente desapareció. Siguió haciendo lo mismo, pero por mucho que echara, el tazón siempre estaba vacío.

La escena no pasó desapercibida, y rápidamente se reunió una muchedumbre de cortesanos, campesinos y aldeanos, deseosos de saber en qué paraba este curioso suceso. Sintiendo que ahora era su prestigio el que estaba en juego, el rey dijo, con voz clara:

-Ahora entiendo tu reto, anciano, pero no vas a derrotarme. Estoy dispuesto a jugar mi reino antes que ceder a este truco.

Entonces ordenó traer del palacio, uno a uno, todos los tesoros que allí se guardaban. Primero el oro, luego perlas, esmeraldas, diamantes, todo tipo de valiosas riquezas de iban depositando en el tazón e inmediatamente desaparecían, como en un pozo sin fondo. El mendigo solo observaba, silencioso, con una mirada profundamente compasiva. 

Ya en la tarde, cuando la muchedumbre guardaba un profundo silencio, el rey, con el rostro cubierto por el sudor, entendió que había sido derrotado. Se arrojó a los pies del anciano, y le dijo:

-Admito que me has ganado, y no tomaré represalias. Pero quiero que complazcas mi curiosidad. Tu tazón tiene un poder demasiado grande para mi comprensión. ¿De qué está hecho?

Con una alegre sonrisa, mirándolo a los ojos, el mendigo le contestó:

-En ella no hay un secreto ni un poder tan grande, majestad. Está hecha, simplemente, de los deseos humanos. Por eso es insaciable.

Como si hubiera sido golpeado por un rayo, el emperador comprendió de repente. Mirando con humildad el rostro sereno del mendigo, le dijo:

-Maestro, has regresado como prometiste.

Ese mismo día, el rey abdicó en favor de su hijo, y retomó, al lado de su maestro, el camino sagrado que había dejado iniciado.

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