Por Anneke Lucas

Cuando era una niña en mi nativa Bélgica, me pusieron a trabajar como esclava sexual.

Mi madre me vendía, y me llevaba a cualquier lugar, en cualquier momento que la llamaran. El jefe de esta red de pederastas era un ministro del gabinete belga. Los clientes eran miembros de la élite. Reconocía a personas de la televisión. Sus caras eran familiares para las masas, aunque yo conocía el lado oscuro de su adicción al poder, el lado que nadie creería que existía. Me crucé con altas personalidades, jefes de estado europeos, e incluso un miembro de la familia real.

Cerca de mi sexto cumpleaños, en 1969, me llevaron a una orgía por primera vez, en un castillo. Me usaron para un espectáculo sadomasoquista, en un escenario bajo, encadenada con un collar de hierro para perros y me hicieron comer heces humanas. Después, cuando me dejaron tirada ahí como un objeto roto, me sentí tan humillada, que tenía que hacer algo para salvar mi alma, o de lo contrario, y de eso estaba segura, me hubiera marchitado y muerto.

Me levanté, y me paré observando a la bizarra multitud de aristócratas vestidos como hippies, balanceándose con la música en varios niveles de interacción sexual, ocupados tomando pequeñas píldoras y porros ya enrollados que los meseros sobrios les acercaban en bandejas de plata. Temblaba de miedo, pero mi cuerpo se enderezó e inmovilizó como un arco en suspenso antes del tiro, y oí mi voz como si no fuera mía, regañando a los adultos, diciéndoles que esto estaba mal, que les iba a contar a los demás sobre ellos, y que todos irían a la cárcel.

Una música alucinante y espacial inundaba la atmósfera y la mayoría de las personas estaban demasiado drogadas para notarme. Un hombre, en un traje de negocios, captó mi vista. Se veía asustado, pero me sostuvo la mirada por un momento, y parecía sentir algo por mí. Luego se fue. Nunca más lo volví a ver en la red, pero años después lo reconocí en la televisión. Se convirtió en un prominente político belga.

Me sacaron silenciosamente y me llevaron a un sótano. Estaba segura de que me iban a matar, pero en cambio me mostraron el cadáver fresco de una joven víctima de asesinato. Debía guardar silencio.

Durante la semana, iba a la escuela. Era una niña tímida, con pocos amigos. Recuerdo, una vez, en segundo grado, al darme cuenta de cómo cambió la energía en el salón, cuando todas las miradas estaban sobre mí. La maestra había estado llamándome y yo estaba demasiado ausente para oírla. Me preguntó en voz alta si sabía la respuesta a la pregunta que había hecho, y yo me quedé sentada, en un silencio vergonzoso mientras la clase reía.

Yo era un ser nulo en la escuela, y en casa nadie se preocupaba por mí. Recibía más atención en la red. Me hacía sentir bien ser vista como el objeto más perfectamente hermoso y sensual por hombres poderosos con altos estándares de gusto. Esto era lo único positivo en mi vida, y me aferré a eso como mi única balsa para evitar ahogarme en un mar de vergüenza y autoaversión.

Después de cuatro años de supervivencia en la red, cuando tenía 10 años, un nuevo invitado trajo a su hijo de 20 años: alto, elegante, rubio y de ojos azules. Avanzó audazmente hacia mí. Sonreí, y me llamó pequeña zorra. Nunca, desde la primera vez que me habían llevado a una orgía, cuatro años atrás, había expresado mis verdaderos sentimientos. Estaba furiosa.

“¿Crees que me gusta estar aquí?” dije con desdén.

Esta interacción dio inicio al año más intenso de mi vida, en el cual, más que nunca, me sentiría amada, vista y comprendida, y sería más maltratada que nunca, todo por el mismo joven. Un año después, cuando él ya había terminado conmigo, yo ya no era útil para la red, y me iban a matar. Cuando mi tortura comenzó, él se quedó viendo, riendo.

Esta era la tercera vez que me sentía con una fuerza de otro mundo. Un orgullo feroz enderezó mi cuerpo. Me quemaron con un cigarrillo encendido en el antebrazo. Mi cuerpo se aferró a eso en puro desafío. Pensaba “¡No te necesito!” y todo lo que podía ver era la energía que se escondía detrás de sus ojos, como un océano turbulento, y a su vez, el amor que sentía a pesar de todo el dolor que me había infligido.

Me llevaron a un cuarto pequeño, y me ataron a una mesa de carnicero. El hombre que me torturó fue uno de los acusados en el tristemente célebre Caso Dutroux, el cual, cuando estalló la noticia en 1996, se pensó que haría volar en pedazos la red belga de pederastas. Sin embargo, ocho años después, solo Marc Dutroux recibió cadena perpetua. Debí haber muerto esa noche en 1974 en esa mesa de carnicero, pero me salvaron la vida en el último minuto.

Mientras me torturaban, el joven había estado negociando con el personaje político que era el jefe de la red. Hicieron un trato: él trabajaría para el político, extendería sus sombríos servicios a cambio de mi vida. Esta buena acción finalmente le costaría su propia vida. En este medio, cualquier pizca de humanidad es una debilidad mortal.

Me perdonaron la vida, y me dijeron que me callara para siempre. Me tomó 40 años antes de que pudiera hablar.

En 1988, cuando tenía 25 años, caminaba por el centro de Los Ángeles, cerca de Skid Row, y sentí un débil y específico olor a heces humanas, y me asaltó el recuerdo de la humillación extrema que había sufrido de niña. Mi pensamiento instantáneo fue: “Si esto es cierto, me voy a suicidar”.

Estaba demasiado identificada con la experiencia, y la vergüenza era demasiado grande. No estaba lista, y empujé el recuerdo nuevamente al subconsciente. Me tomaría varios años más, muchas horas más de terapia, para finalmente compartir este recuerdo con una persona de confianza.

Comparto esta experiencia públicamente aquí por primera vez, habiendo finalmente alcanzado un lugar de sanación donde, una vez más, me siento llena de fuerzas, la misma que tenía cuando formaba parte de esa red. También creo que el mundo está más que listo para confrontar su oscuridad. Tenemos que hacerlo, si queremos sobrevivir como especie.

Todos los sobrevivientes de incesto, abuso sexual y tráfico sexual tienen esa misma fuerza interna. Aunque sufro de trastorno por estrés postraumático, y, por ejemplo, aún siento náuseas cuando escucho cierto tipo de música alucinante y etérea, me he vuelto tan consciente de ello, que esos detonantes ya no controlan mi existencia diaria. Se requiere mucha energía para sobrevivir no solo a la violencia física, sino para soportar el desgaste psíquico del abuso, para cargar con la vergüenza.

El simple hecho de sobrevivir a la vida diaria mientras intentas curarte del abuso sexual infantil requiere mil veces la fuerza que requeriría para alguien sin conciencia seguir una carrera exitosa. Y la sociedad todavía valora más a las personas con una carrera por encima de un sobreviviente.

Los adictos al poder, los líderes mundiales y los políticos corruptos que maltratan niños son como niños que nunca crecieron, impulsados al poder para evitar sentir alguna vez la humillación del abuso infantil nuevamente, buscando inconscientemente venganza desde un lugar de dolor reciclando el abuso. Les falta valor para curarse.

Quienes hemos sido víctimas de abuso sexual , incesto o tráfico sexual necesitamos aprender a aprovechar nuestra fuerza de supervivencia para nuestro propio beneficio, para que podamos sanar nuestro ego herido, y canalizar la fuerza para liderar el camino hacia un futuro en el cual triunfen las víctimas por amor, comprensión y compasión por todos.

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