Por Joaquín Núñez – elamerican.com

Cada cuatro u ocho años, es muy común que un hombre de traje pose su mano sobre una biblia en Washington D. C. y recite las siguientes palabras: “Juro solemnemente que ejerceré fielmente el cargo de presidente de los Estados Unidos y que, en la medida de mis posibilidades, preservaré, protegeré y defenderé a la Constitución de los Estados Unidos. Que Dios me ayude”. Esta tradición se remonta a 1789 y comenzó de la mano de George Washington. Sin embargo, lo que no es muy común es que, luego de prestar dicho juramento, este hombre en cuestión brinde uno de los mejores discursos que se han escuchado desde el podio del Capitolio.

El 20 de enero de 1981, fue Ronald Reagan quien llegó a D. C. de la mano de su esposa, Nancy, luciendo un elegante traje negro, corbata y chaleco gris, aderezado con un pañuelo blanco en el bolsillo izquierdo. Tras derrotar con holgura a Jimmy Carter, estaba listo para convertirse en el nuevo “líder del mundo libre”. Finalizados los aplausos y la clásica canción presidencial, subió al podio y se dirigió por primera vez a los ciudadanos como presidente. Sin saberlo, daría uno de los discursos presidenciales más consecuentes de la historia. Quizás, el discurso correcto en el momento correcto. Para algunos, una joyita que nunca pierde actualidad, a pesar del paso de los años.

Por supuesto que comenzó con las formalidades y agradecimientos, entre los que se destacó el propio expresidente Carter, a quien Reagan felicitó por su rol en el traspaso de mando, protocolo que el nuevo mandatario definió como “un milagro”. Acto seguido, como el más resumido y preciso de los doctores, identificó la causa de la enfermedad de turno.

“En esta crisis actual, el gobierno no es la solución a nuestro problema; el gobierno es el problema”, exclamó frente al aplauso general, en uno de los momentos más recordados del speech. Ese sería solo el comienzo, pues faltaban otros 15 minutos de una deliciosa retórica.

“Así que, al empezar, hagamos inventario. Somos una nación que tiene un gobierno, no al revés. Y esto nos hace especiales entre las naciones de la Tierra. Nuestro gobierno no tiene poder, salvo el que le otorga el pueblo. Es hora de frenar y revertir el crecimiento del gobierno, que muestra signos de haber crecido más allá del consentimiento de los gobernados”, continuó el presidente número 40, quien meses después sufriría un intento de asesinato que casi termina con su vida.

El precio de la libertad y un aviso a sus rivales

Una vez completado el diagnóstico, Reagan le dedicó muchos minutos a una palabra que él mismo definió años después como “el derecho a decir no”: la libertad. En efecto, a ella le atribuyó el éxito histórico de Estados Unidos.

“Si buscamos la respuesta a por qué durante tantos años hemos conseguido tanto, hemos prosperado como ningún otro pueblo de la Tierra, es porque aquí, en esta tierra, liberamos la energía y el genio individual del hombre en mayor medida que en cualquier otro lugar. La libertad y la dignidad del individuo han estado más disponibles y aseguradas aquí que en ningún otro lugar de la Tierra. El precio por esta libertad a veces ha sido alto, pero nunca hemos estado dispuestos a pagar ese precio”, indicó.

“En cuanto a los enemigos de la libertad, aquellos que son adversarios potenciales, se les recordará que la paz es la máxima aspiración del pueblo americano. Negociaremos por ella, nos sacrificaremos por ella; no nos rendiremos por ella, ni ahora ni nunca”, añadió en un claro mensaje a su colega soviético.

Los verdaderos héroes de su tiempo

Reagan tampoco estaba conforme con esa visión pesimista, que adelantaba a la Unión Soviética por sobre Estados Unidos en la Guerra Fría. Por lo tanto, invitó a sus conciudadanos a entrar en una etapa de “renovación nacional”, donde la fe y la esperanza se vieran revitalizadas.

Para ejemplificar su punto, se burló de quienes afirmaban que no había héroes en su tiempo. Los invitó a ver a los emprendedores, a los trabajadores de fábricas, a quienes crean trabajo y oportunidades. En definitiva, catalogó como héroes a quienes sacan el país adelante.

“Son individuos y familias cuyos impuestos sostienen al gobierno y cuyas donaciones voluntarias apoyan a la iglesia, la caridad, la cultura, el arte y la educación. Su patriotismo es
silencioso, pero profundo. Sus valores sostienen nuestra vida nacional”, sumó.

El arma no tan secreta de Estados Unidos

A la hora compararse con sus adversarios de la época, precisó, casi con precisión de cirujano, lo que diferenciaba a los americanos de los soviéticos. Esta herramienta era simplemente algo que ellos no tenían, no en el plano físico, sino espiritual.

“Por encima de todo, debemos darnos cuenta de que ningún arsenal ni ninguna arma de los arsenales del mundo es tan formidable como la voluntad y el valor moral de los hombres y mujeres libres. Es un arma que nuestros adversarios en el mundo de hoy no tienen. Es un arma que nosotros, como americanos, sí tenemos”, reflexionó el exgobernador de California.

Plegaria de un soldado, la carta que emocionó a Reagan en vivo

Esta parte del discurso no es a prueba de lágrimas. Ni el propio Reagan pudo contener la emoción. Los profesores de radio dicen que nada se puede esconder en la voz y al nuevo presidente se le quebró un par de veces al leer el diario íntimo de Martin Treptow, un joven soldado que falleció en la Primera Guerra Mundial.

“Se nos dice que en su cuerpo se encontró un diario. En la portada, bajo el título ‘Mi compromiso’… había escrito estas palabras: ‘Estados Unidos debe ganar esta guerra. Por lo tanto, trabajaré, salvaré. sacrificaré, aguantaré, lucharé alegremente y haré todo lo posible, como si la cuestión de toda la lucha dependiera solo de mí’”, citó el presidente, visiblemente emocionado.

Para cerrar con broche de oro, el flamante mandatario arengó a los americanos para “creer en nosotros mismos y en nuestra capacidad de realizar grandes de realizar grandes obras, de creer que juntos, con la ayuda de Dios, podemos resolver y resolveremos los problemas a los que ahora nos enfrentamos, que se nos plantean. Y después de todo, ¿por qué no habríamos de creerlo? Somos americanos”, finalizó.

El discurso correcto en el momento correcto

El discurso de Reagan fue simplemente lo mejor que le pudo pasar a Estados Unidos en ese momento. Con su elocuente retórica y gran carisma, logró cautivar a los americanos y devolverles la esperanza de que sus mejores días estaban todavía por delante.

Si bien es sabido que los presidentes no escriben muchos de sus discursos, el temor de los escritores de Reagan era el propio presidente y su lapicera roja. Según el propio Peter Robinson, quien escribió el speech del Muro de Berlín, el mandatario participaba en la redacción de todos sus discursos. Además, si por alguna razón no tenía tiempo, aparecía a último momento con su lapicera roja y revisaba hasta la última coma del documento (literalmente una vez cambió de lugar solo una coma).

Con la máquina del tiempo, pedimos permiso para definir este discurso con una frase que el propio Reagan utilizó en su despedida en 1989 para resumir su gestión. “En definitiva, nada mal, nada mal en absoluto”.

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