Por Carlos Esteban – gaceta.es

Cuando basas toda tu plataforma política en una fantasía sacada de una película de Disney, como lleva haciendo el mundo occidental en los últimos años, es inevitable que no logres tus objetivos y acabes recurriendo a medidas contradictorias, por no hablar de dosis ingentes de hipocresía.

No sé, por ejemplo, en el Mundial de Catar ha destacado Alemania en esa orgía de señalización de virtud en la que se han implicado todas las selecciones nacionales de nuestro mundo, con su brazalete «One Love» para que los LGTBI de este mundo sepan que los germanos se solidarizan con ellos frente a la tiránica represión catarí. Lo que no ha impedido en absoluto a Berlín firmar un contrato de suministro de gas a quince años con el emirato catarí.

Y es todo así, que con las cosas de comer no se juega. O, si se juega, se paga. Como con las renovables y nuestro odio jurado a los combustibles fósiles. Este verano vimos en California la apoteósis del absurdo verde cuando su gobernador, el «hiperwoke» Gavin Newsom, anunció que el estado prohibiría en pocos años la venta de coches de gasolina para, semanas después, pedir a los propietarios de coches eléctricos que no los usaran porque la red eléctrica no daba más de sí.

Eso es exactamente lo que está sucediendo ahora en Suiza, que está estudiando una prohibición parcial de los coches eléctricos. Y es que, si quieres coches eléctricos, tienes que tener una fuente de energía eléctrica abundante y fiable, y, hoy por hoy, no puedes tener electricidad abundante y fiable si solo dependes de las energías renovables.

Algunos países ricos, como Alemania, habían creído encontrar una elegante salida a este dilema: importar la energía. Que ensucien otros, mientras uno se permite el lujo (nunca mejor dicho) de jugar con placas solares y molinillos que, en la actualidad, no producen ni de lejos para responder a la demanda de una economía regular.

Suiza hace algo parecido, se asegura de mantener las bombillas encendidas comprándole la electricidad a sus vecinos. Solo que este año a sus vecinos no les sobra, precisamente. Así que el Consejo Federal suizo ha publicado un proyecto de ley para ahorrar energía que contempla varios niveles de emergencia. El interesante es el tercero, que prevé recortar el horario comercial, prohibir el uso de reproductores Blue Ray y consolas de videojuegos, así como limitar el uso de coches eléctricos, que deberán circular sólo cuando sea absolutamente necesario.

Ahora, esta medida no sería más digna de comentario que las demás si no fuera porque han sido los mismos gobiernos que ahora prohíben su uso los que aspiran a hacer obligatorio el coche eléctrico. Han llegado a un punto muerto: si haces que la gente dependa mucho más que antes de la red eléctrica, no puedes pretender al mismo tiempo generar electricidad a partir de la energía eólica y la solar. No da, ni de lejos. Y si se ha podido mantener hasta ahora la ilusión ha sido por el el gas ruso llegando a raudales por sus gasoductos, ahora muertos. Ni siquiera los partidos ecologistas pueden adelantar una solución verde a este dilema.

Por eso ya países hasta ahora entusiastas del vehículo eléctrico está eliminando en silencio las ayudas fiscales que concedían por la compra de estos aparatos, como es el caso de Japón y Reino Unido. Es la pescadilla que se muerde la cola: la obsesión por las energías renovables lleva a que sean inviables los proyectos de producción «verde».

Por ejemplo, el director ejecutivo de Volkswagen, Thomas Schaefer, ha declarado al Times que las inversiones en proyectos alemanes y comunitarios serán inviables «si los legisladores no logran controlar los crecientes precios de la energía a largo plazo». Schafer también ha afirmado en redes sociales que «si no conseguimos abaratar la energía en Alemania y Europa de manera rápida y confiable, las inversiones en producción intensiva en energía o nuevas fábricas de celdas de batería en Alemania y la UE serán prácticamente inviables. La creación de valor en esta área tendrá lugar en otro lugar».

Vaya, las decisiones tienen consecuencias. ¿Quién iba a pensarlo?

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