Por Raúl Tortolero – Panampost.com
La Corte Suprema de EE. UU. anuló la resolución del caso Roe vs. Wade este 24 de junio de 2022 –con lo que el aborto deja de estar protegido por la ley federal– en un evento que se presenta como el antes y después de la lucha política entre la derecha y la izquierda, y no sólo en Estados Unidos, sino en Occidente completo. No es exageración.
Hoy en día, las cosas han llegado a tal radicalización en Estados Unidos que el mundo luce partido en dos: la principal bandera de la derecha se ha convertido en la lucha pro vida, y la de la izquierda en defender el aborto. Así de simple.
Este enfrentamiento entre providas y proabortos reviste un fondo hondo y complejo: representa dos cosmovisiones, dos formas de entender el mundo, la política, la economía, el Estado, pero por encima de todo, el papel del ser humano en la Tierra.
Vamos por partes. Ser pro aborto, en el fondo, supone ateísmo, cuando no marxismo. ¿Por qué? Porque un creyente en Dios, digamos un cristiano, no puede estar a favor de abortar. Para apoyar el aborto primero hay que rechazar la religión. ¿Se puede amar a Dios y rechazar la religión al mismo tiempo?
El aborto está prohibido en el cristianismo, pero también en muchas otras expresiones religiosas. Cuando alguien aborta, sintiéndose rechazada por los preceptos religiosos, muy frecuentemente se aleja de la religión.
E incluso a menudo da un paso más, y ataca tales preceptos y a la religión misma. Los percibe en contra suya. Y como ella ya abortó, piensa que no hay marcha atrás. De aquí surge ese odio de los proaborto a la religión: la han hecho su enemiga.
En cuanto al marxismo, que ya de por sí es ateo, lleva implícitos los deseos de destruir el orden establecido de manera sangrienta o progresista, y en ambos caminos, al final, imponer una suerte de “dictadura del proletariado” donde el Estado es el nuevo dios, y el individuo simplemente queda sometido a sus leyes y normas, que en tal ejemplo siempre son violatorias de los derechos humanos.
¿Qué quiere decir todo esto? Quiere decir que si observamos bien, la guerra entre derechas e izquierdas ha desplazado sus sujetos de lucha: ya no se trata de la defensa del libre mercado a ultranza, y por el otro lado del proletariado, ya no es la lucha de pobres contra ricos nada más. Ahora se trata de una lucha que tiene fondo religioso, o al menos, ético y humanista.
Esto es, la nueva derecha representa entonces la lucha por los valores trascendentes, y la izquierda representa la lucha por el egoísmo. Mientras la derecha defiende la vida de los demás, de los bebés en gestación, la izquierda antepone “el proyecto de vida” de quien aborta al derecho a la vida del hijo que ya lleva en el vientre. Para la izquierda es más importante tal “proyecto de vida” que la vida misma ya en gestación.
¿Y cuál es tal “proyecto de vida”? Sea el que fuere, no puede aplastar los derechos de los demás. Ese “proyecto” se trata de algo personal, que si bien tiene valor, no puede pisotear los derechos de los demás, buscando su realización. De la misma manera que no puedes obtener dinero asesinando a otros para robárselo, no pueden abortar a un hijo porque “tienes cosas más importantes que hacer con tu vida”.
La lucha de la derecha ha tomado entonces la defensa pro vida como estandarte, del mismo modo que la izquierda ha asumido el aborto como su bandera. Y qué trágico que así sea: mientras los izquierdistas en los años sesentas y setentas estaban dispuestos a morir luchando por sus ideales, por los pobres, equivocados que estaban, sí, pero tenían un compromiso que suponía incluso dar la vida por los demás, ahora las izquierdas “matan” por defender el aborto, como si les fuera la vida en ello, como si fuera asunto de vida o muerte.
La izquierda del marxismo clásico dejaba todo para irse al monte, a la guerrilla, empuñando las armas, con disposición real de ir a la cárcel o morir por mejorar las condiciones de vida de los otros. Al menos eso soñaban algunos de ellos. Hoy, en el marxismo posmoderno, vemos que nadie da la vida por los demás, y en cambio, sí echan espuma por la boca por el “derecho” a arrebatarle la vida a los no nacidos.
Han pasado de ofrendar su vida en el intento desesperado de ayudar a los demás, a buscar a como dé lugar la muerte de los bebés en gestación. Es la degradación de las izquierdas.
El marxismo posmoderno promueve el egocentrismo y el hedonismo: ten relaciones sexuales a diestra y siniestra, y si hay embarazos, abortas y listo. Lo único que les importa es estar bien ellos mismos, sin miramientos por los demás. La percepción de bienestar propio a costa de quien sea, e incluso de uno mismo, cuando se procuran “placer” con las drogas, en detrimento de su salud.
La famosa frase de: “No se nace mujer, se llega a ser una”, de Simone de Beauvoir, es llevar el “existencialismo” de su pareja Jean Paul Sartre, al terreno de la lucha del supremacismo feminista.
Ese existencialismo planteaba que “la existencia precede a la esencia”, es decir, que no hay una esencia del ser humano per se, sino que éste la va construyendo poco a poco, durante su vida.
Lo patético de esto es que en el fondo, habría entonces que definir qué acciones una persona debe emprender para poder ser consideraba “mujer”, y sean las que fueren, inevitablemente se caería en estereotipos.
Si se dice que para llegar a ser una “mujer” hay que dedicarse al hogar, casarse y tener hijos, las supremacistas feministas de inmediato van a protestar diciendo que esos roles de género los impone el patriarcado a su conveniencia.
Si se dice, con Simone, que la mujer debe trabajar, lo cual es la base de su “liberación”, porque ya tendrá dinero propio, también se incurre en un estereotipo, además de que todo mundo trabaja, y entonces el trabajo no es definitorio de una “mujer”.
Por ello es que la jueza negra Ketanji Brown Jackson escogida por Joe Biden para la Corte, no supo definir qué es una mujer, e incluso –ojo-, alegó: “no soy bióloga”. Porque en cuanto la definición se aleja de la biología, de los cromosomas, y se hace sólo cultural, se hace algo ridículo.
Pensemos en que se puede ir a cambiar de género con un trámite en ventanilla. ¿Entonces no era una construcción social? No, en realidad se trata de la validación de Estado, ese viejo conocido, abusivo, intervencionista e incompetente.
Por eso las izquierdas buscan un Estado fuerte y gordo, grande, que cobre muchos impuestos. Lo necesitan siempre, para que los mantenga, para que les dé cheques y más cheques, a cambio de no hacer nada, sino votar por el Partido Demócrata, por Morena en México, o por cualquier otro de izquierdas radicales y progresistas. La izquierda no es nada sin el Estado, sin su papá-gobierno.
La lucha de las derechas hoy es necesariamente, entonces, antisistema, porque la hegemonía está en manos de las izquierdas progresistas en todo Occidente, salvo honrosas excepciones, como Hungría o Polonia.
El aborto en Estados Unidos ha dejado, se calcula, desde 1973 en que se aprobó el caso Roe vs. Wade, 70 millones de bebés en gestación muertos.
De acuerdo con Pew Research, en ese mismo año, 1973, se practicaron en Estados Unidos 744.000 abortos, iniciando una curva ascendente, que llegó a su punto de clímax en 1990, con 1,6 millones de abortos practicados.
Luego inició una tendencia a la baja, llegando a los 930.000 abortos en 2020, según cifras del Guttmacher Institute.
Por su lado, Centers for Disease Control and Prevention (CDC), reporta datos cercanos. En 1973, 615.000 abortos. En 1990, 1,4 millones. Luego bajan los índices a 1,2 millones en 1996, y a 885.000 en 1997. Topando en 635.000 abortos en 2019, último año registrado por este instituto, que señala que en 2020 el promedio de abortos ha sido de 14,4 por cada 1000 mujeres, que tienen entre los 15 y los 44 años de edad.
La defensa de la vida desde la concepción representa la punta del iceberg de la defensa de un sistema de valores completo, de origen religioso, siempre ético, de un plan de vida trascendente.
Lo hemos dicho, la nueva derecha debe defender estos siete puntos: la fe, la vida, la familia, la propiedad privada, la patria, las libertades y los derechos universales.
En contraparte, el progresismo defiende algo así como los siete pecados capitales: la eliminación de la religión, la deconstrucción de la familia natural, la expropiación revolucionaria de la propiedad privada, el globalismo, el acotamiento de las libertades, y el fin de los derechos humanos.
La decisión de la Corte Suprema de EE. UU. es un parteaguas, un antes y después, de la lucha entre dos mundos: el de los valores, y el de la destrucción de los valores.
Resultará por un lado en mayor votación para los republicanos, confiados en que su agenda avanza gracias al trabajo del expresidente Donald Trump, quien nombró a tres de los jueces conservadores.
Pero por otro lado, activará a las izquierdas en torno a recuperar el “derecho” al aborto (que no es derecho humano para nada, el derecho es a la vida) y les inyectará combustible para movilizarse, y hacerlo rabiosamente, incluso con violencia.
Si ya se avizoraba una nueva guerra civil en los Estados Unidos antes de esta anulación del caso Roe vs. Wade, ahora con mayor razón hay motivos de enfrentamiento. Es la lucha entre la vida y la muerte. Entre los valores y el degenere de la cultura. Entre el bien y el mal.