Traducido de LifeSiteNews.com por TieraPura.org 

Si pudiéramos preguntar a San Gregorio Magno, a San Pío V, al Beato Pío IX, a San Pío X y al Venerable Pío XII en qué se basaban para decidir a qué prelados otorgar la sagrada escarlata para Cardenal, escucharemos de cada uno de ellos sin excepción, que el principal requisito para ser príncipes de la Santa Iglesia Romana es la santidad de vida, la excelencia en las virtudes particulares, la erudición en las disciplinas eclesiásticas, la sabiduría en el ejercicio de la autoridad y la fidelidad a la Sede Apostólica y al Vicario de Cristo.

Muchos de los cardenales creados por estos papas llegaron a ser ellos mismos papas; otros se distinguieron por su contribución al gobierno de la Iglesia; otros merecieron ser elevados a la gloria de los altares y ser proclamados Doctores de la Iglesia, como San Carlos Borromeo y San Roberto Belarmino.

Asimismo, si pudiéramos preguntar a los cardenales creados por San Gregorio Magno, San Pío V, el Beato Pío IX, San Pío X y el Venerable Pío XII cómo consideraban la dignidad a la que habían sido elevados, habrían respondido, sin excepción, que se sentían indignos del cargo que ocupaban y que confiaban en recibir la asistencia de la Gracia de Estado.

Todos ellos, desde los más famosos hasta los menos conocidos, consideraron esencial para su propia santificación dar pruebas de absoluta fidelidad al Magisterio inmutable de la Iglesia, de heroico testimonio de la Fe mediante la predicación del Evangelio y la defensa de la verdad revelada, y de filial obediencia a la Sede de Pedro, Vicario de Cristo y sucesor del príncipe de los Apóstoles.

Cualquiera que plantea hoy estas preguntas a quien está sentado en el trono y a quienes ha elevado al cardenal descubriría con gran escándalo que el nombramiento de cardenales se considera igual que cualquier nombramiento de prestigio en una institución civil, y que no son las virtudes requeridas para el cargo de cardenal las que conducen a la elección de tal o cual candidato, sino su nivel de corruptibilidad, su capacidad de chantaje y su adhesión a tal o cual corriente política.

Y lo mismo, incluso peor, sucedería si se presumiera que, así como en las cosas de Dios los ministros del Señor deben ser ejemplos de santidad, también en las cosas del César los gobernantes se guían por las virtudes del gobierno y se mueven por el bien común.

Los cardenales nombrados por la iglesia bergogliana son perfectamente coherentes con esa iglesia profunda de la que son expresión, al igual que los ministros y funcionarios del Estado son elegidos y nombrados por el Estado profundo. Y si esto ocurre es porque la crisis de autoridad a la que asistimos en el mundo desde hace siglos y en la Iglesia desde hace sesenta años ha hecho metástasis.

Los líderes honestos e incorruptibles exigen y obtienen colaboradores convencidos y fieles, porque su consentimiento y su colaboración derivan de la participación en un buen propósito -la santificación propia y la de los demás- utilizando instrumentos moralmente buenos para lograrlo. De forma análoga, los líderes corruptos y traidores requieren subordinados no menos corruptos y dispuestos a la traición, porque su consentimiento y su colaboración derivan de la complicidad en el crimen, del chantaje del sicario y de quien lo contrata, y de la ausencia de toda vacilación moral en el cumplimiento de las órdenes.

Pero la lealtad al hacer el mal, no lo olvidemos, es siempre sólo por un tiempo, y sobre ella pende la espada de Damocles de la permanencia del jefe en el poder y de la ausencia de una alternativa más atractiva o más rentable para quienes le sirven.

Por el contrario, la lealtad en el bien -que tiene sus raíces en Dios, que es caridad y verdad- no conoce segundas intenciones, y está dispuesta incluso a sacrificar la vida -usque ad effusionem sanguinis- por esa autoridad espiritual o temporal que es el vicario de la Autoridad de Nuestro Señor, que es a la vez Rey y Sumo Sacerdote. Este es el martirio simbolizado por las vestiduras del cardenal. Esta será también la condena de los que la profanen creyéndose protegidos por los muros leoninos.

Por eso no es de extrañar que una autoridad que se basa en el chantaje se rodee de personas vulnerables al mismo, ni que un poder ejercido en nombre de un lobby subversivo quiera garantizar la continuidad con la línea emprendida, impidiendo que el próximo cónclave elija a un Papa y no a un vendedor de vacunas o a un propagandista del Nuevo Orden Mundial.

Me pregunto, sin embargo, cuáles de sus eminencias que salpican la prensa malhablada con sus coloridos apodos y la carga de escándalos financieros y sexuales estarían dispuestas a dar la vida -no digo por su jefe en Santa Marta, que por supuesto él mismo se cuidaría bien de no dar la vida por sus cortesanos- sino por Nuestro Señor, suponiendo que no lo hayan sustituido mientras tanto por la Pachamama.

Me parece que este es el quid de la cuestión. Pedro, ¿me amas más que éstos? (Jn 21,15-17). No me atrevo a pensar cómo respondería Bergoglio; en cambio, sé lo que estos personajes, a los que se les ha concedido el cardenalato igual que Calígula confirió el laticlavius [el rango de senador] a su caballo Incitatus para mostrar su desprecio por el Senado romano: No lo conozco (Lc 22, 54-62).

Es tarea primordial de los católicos -tanto de los laicos como del clero- implorar al Dueño de la viña que venga a hacer justicia con los jabalíes que la asolan. Hasta que no se expulse del templo a esta secta de corruptores y fornicadores, no podremos esperar que la sociedad civil sea mejor que quienes deberían edificarla en lugar de escandalizarse.

Arzobispo Carlo Maria Viganò.

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