Fuente: Inbobae

Micaela Tosi tiene 21 años y es mendocina. Desde principios de abril está confinada en un departamento de una ciudad fantasma: nadie camina por las calles, las actividades comerciales están suspendidas y no hay previsión de un levantamiento de las restricciones. Cómo subsiste sin poder comprar alimentos desde hace trece días.

Cuando se despertó, abrió la ventana de su habitación y vio lo que hace doce días no veía: gente conviviendo a la intemperie. Desde el piso nueve de su edificio en el centro de la ciudad, distinguió a personas compartiendo los espacios comunes del complejo. Lo que antes era habitual, en esa mañana del martes 12 de abril suponía un evento extraordinario. Entre absorta y entusiasmada, preguntó qué pasaba y pidió permiso para hacer lo mismo que hacían quienes veía desde su ventana. Bajó. “Era mi momento de tomar aire fresco”, dice. Eran las 10 de la mañana. Media hora después, el patio ya había sido evacuado: los tres departamentos por cada uno de los 38 pisos del edificio se habían vuelto a ocupar. La congestión y el desborde de los espacios comunes internos detonaron en la suspensión de la flexibilización del aislamiento. Todos adentro, de nuevo.

Es lo que pasa en Shanghái, la ciudad más grande de China, la principal usina económica de la potencia oriental. Es lo que le pasa ahora a Micaela Tosi, una modelo de alta costura nacida en Mendoza hace 21 años. Hace trece días vive un aislamiento brutal por un rebrote del coronavirus. El endurecimiento de la cuarentena tiene plazo indefinido y obedece a una escalada de casos con una curva epidemiológica superior a la de los primeros meses de 2020, cuando la pandemia de covid-19 recién era una epidemia.

Vive en el departamento 901. Está sola. Sus cinco compañeras fueron reubicadas en otras ciudades chinas por la agencia de modelos antes de que se decretara el confinamiento: fue una decisión preventiva dado que los vuelos de regreso a sus hogares serían el 20 de abril. El pasaje de Micaela, en cambio, tenía fecha del 5 de abril. Su viaje era antes y faltaba poco: no había necesidad de desplazarla.

Había arribado por primera vez a Shanghái el 8 de noviembre. El contrato con la agencia tenía una durabilidad de tres meses. Le ofrecieron quedarse un mes más. Aceptó y debió aplicar para una renovación del visado. Se trasladó a Shenzhen, ciudad donde debía realizar el trámite, para presentar su pasaporte. Se presume que Shenzhen, ubicada al sureste de China y espejo de Hong Kong, fue la vía de acceso a la variante Ómicron que desató el incremento de los contagios y el subsiguiente encierro. Le advirtieron que tuviese respeto por los protocolos ante un estrepitoso ascenso de los contagios. Cuando quiso volver a recuperar su pasaporte, el centro de visado había cerrado por naturaleza de prevención sanitaria.

De Shanghái se mudó a Hangzhou. El plan era esquivar las políticas de confinamiento. En Hangzhou trabajó con normalidad hasta que el gobierno local dictaminó que quienes habían estado en Shanghái debían someterse a un aislamiento de catorce días. Quiso volver a Shanghái pero no pudo: su edificio estaba cerrado por un caso positivo. “No tenía dónde quedarme pero tampoco podía volver”, repasa. Sus empleadores le dieron una solución: una ciudad intermedia como paso previo al regreso definitivo a su departamento.

El lunes 28 de marzo ya estaba de vuelta en Shanghái. Pero el gobierno chino ya había lanzado una advertencia: en tres días comenzaría un estricto período de aislamiento. Los habitantes inundaron las calles, colmaron los comercios y se abastecieron de productos básicos: un desbande de consumo preventivo previo al confinamiento. “Esos días fueron un auténtico caos. La gente se levantaba tempranísimo para hacer compras y aprovisionamiento de víveres. Las góndolas estaban vacías. La gente, a diferencia de los argentinos que se llenaban de papel higiénico, se llevaban aceites. Rarísimo”, relata.

Se subió a cuatro taxis. Recorrió la ciudad buscando supermercados, los únicos comercios que podía rastrear en sus mapas digitales. Algunos estaban cerrados, otros se habían desabastecido. Comprendió que en las grandes bocas no iba a encontrar soluciones. Su condición de extranjera y habitante temporario le imposibilitaba conocer los mercados de cercanía. Dejó de subirse a taxis y empezó a caminar. Llevaba alcohol en gel y dos barbijos puestos No encontró apego por los protocolos sanitarios, por el distanciamiento y por la higiene. El desborde también era anímico. “Era un escenario apocalíptico. Como si fuese una cosa de vida o muerte, era agarrar lo que se pudiera”, expresa.

Vio a un hombre cargando una bolsa de verduras, lo detuvo y le preguntó en idioma universal -gestos enfáticos y sobreactuaciones- dónde había comprado los productos. Había salido antes de las seis de la mañana de su casa. Volvió cuatro horas después, provista con agua, frutas, verduras y víveres esenciales. Compró lo mínimo indispensable para cinco días: el primer plan de las autoridades como plazo de encierro obligatorio. La fecha se aplazó. Dos veces. Ya no hay previsiones del levantamiento de las restricciones, aunque sí se habilitaron ciertas concesiones: en los últimos días, según la curva de casos confirmados en las distintas secciones de la ciudad, se flexibilizaron las políticas de confinamiento, principalmente en las áreas rurales.

Micaela iba a volver al país en un avión de Air France con escala en París el martes 5 de abril. Dos días antes, desde la aerolínea le notificaron que el vuelo había sido cancelado. Las rutas aéreas están abiertas en Shanghái, pero las ciudades europeas suspendieron las rutas áreas desde la ciudad china por razones sanitarias. Le sugirieron que se comunicara con la embajada argentina en China. Lo hizo. La derivaron al consulado argentino en Shanghái. No resultó un contacto útil. Recurrió a la embajada italiana, dado que tiene la ciudadanía. Le respondieron que le podían proporcionar todo lo que necesitara para su subsistencia. Y lo que necesitaba eran alimentos y transporte.

Shanghái es una ciudad en pausa. Sus 25 millones de habitantes viven puertas adentro. No hay actividades esenciales. No hay supermercados, farmacias, estaciones de servicio, transporte público. No hay nada abierto. La reclusión es absoluta. Lo que necesitaba Micaela, entonces, era alimento porque su abastecimiento era finito: había comprado lo suficiente (y lo que pudo) para sobrevivir a cinco días de aislamiento. Y transporte porque en caso de que consiga vuelo de regreso, no tiene forma de llegar al aeropuerto. No hay circulación de personas, tampoco de autos. Lo único que se ve en la calle son las tareas de los agentes gubernamentales.

Recibió una bolsa sanitaria del gobierno: barbijos, tests de coronavirus y medicamentos antialérgicos. Recibió, también, una sola bolsa de alimentos de las autoridades, cuya distribución depende del administrador del edificio. Le pidieron perdón por dejarle solo tres zanahorias, entre otros productos. La agencia de modelos para la que trabaja le consiguió un maple de huevos, arroz, brócoli y coliflor. El consulado italiano le proporcionó huevos, verduras que no precisan refrigeración, pescado y pollo. Pero ella, como es vegetariana, no los iba a comer. Fue a ofrecérselo a sus vecinos del 902, una familia de cuatro integrantes.

Le tocó timbre. No la atendieron. Decidió pasarle una nota por debajo de la puerta y dejó los dos kilos de pollo en el piso del palier. La carta, escrita en inglés, decía: “Hola, soy Mica, tu vecina del 901. Este es el pollo que nos dio el gobierno hace unos días. Soy vegetariana, así que no como pollo. Podés tomarlo. Tal vez lo necesites”. Al día siguiente, acompañado por una bolsa y una carta, obtuvo una respuesta. El mensaje decía: “Querida Mica, soy Wenely del 902. Gracias por el pollo. Te dejo algunas cebollas y papas. Agrego una zanahoria y algunos huevos. Espero que te guste. Te deseo buena salud durante este tiempo especial. Tu vecino, Wenely”.

“Me sorprendió la solidaridad de la gente”, dice por teléfono. “La generosidad me tiene en shock”, expresó desde sus redes sociales. Después de su noble gesto, se integró a la comunidad en el edificio. Su vecino avisó en un grupo común del complejo que en el departamento 901 vivía una vecina extranjera vegetariana. Al siguiente día una mujer le regaló una bolsa llena de verduras. Luego se incorporó a una suerte de asociación del consorcio de propietarios y preguntó si a alguien le sobraba un poco de sal. Le entregaron un paquete entero. Ella insistió en retribuir el acto regalándole algo que su familia precisara. “Me dijo que no hacía falta, que no era necesario. Me dijo ‘sé que sos extranjera y que este debe ser un momento muy difícil para vos’”, recuerda.

Micaela vivió la pandemia y las medidas de restricción en Buenos Aires, Mendoza, Londres, Milán, París, Tokio y Shanghái. Dice que ninguna es tan estricta como la de la ciudad china. De los 24.659 casos que reportó la Comisión Nacional de Salud nacional el martes 12 de abril, Shanghái aportó 23.346. Los contagios, en su mayoría asintomáticos y correspondientes a la variante Ómicron, son pocos en relación a la severidad de las políticas del presidente Xi Jinping. De hecho, entre los más de doscientos mil infectados que hubo en Shanghái, no se registró ningún fallecimiento por coronavirus.

Hace tres días, mientras hablaba con su mamá, Micaela se asustó con lo que pasaba afuera. Empezó a escuchar gritos y alaridos desgarradores. No de uno, sino de varias personas que se asomaban a las ventanas y los balcones de edificios contiguos. Tuvo miedo. No supo qué hacer. No sabía si estaba pasando algo. Preguntó entre sus compañeras y sus empleadores.

La serenaron. Eran manifestaciones individuales, descargas de una psiquis cargada y afligida por los días de encierro obligatorio. Recordó que un día había escuchado a alguien cantar y que otro día había presenciado un juego de linternas. Impulsos, manifestaciones, liberaciones, formas de sobrellevar dos semanas de confinamiento brutal en un departamento. Ella lo hace estudiando: cursa segundo año de gestión de moda en la Universidad Siglo 21.

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