Fuente: La Derecha Diario

No es ningún misterio que la gran mayoría de los establecimientos que se encargan de impartir educación en materia de ciencias sociales y humanidades en Argentina poseen un marcado sesgo partidario (y casi idiosincrático) correspondiente a posiciones de extrema izquierda, y que sea este carácter tendencioso el lente por medio del cual se proceda a comprender una realidad concebida como única, la cual se intentará de convencer en las aulas como un axioma irrefutable, dogmático e indiscutible, a pesar de que, de manera paradójica, dichas instituciones educativas se jacten de estar a la vanguardia en materia de inclusión y aceptación de disidencia ideológica.

Los estudiantes que asistimos a estos establecimientos ya desarrollamos una especie de tolerancia pasiva (para poder cursar sin ser juzgados o agobiados) respecto de este tipo de conductas que no admiten cuestionamiento alguno y a sus modos de proceder imperativos y, sinceramente, no hay nada a estas alturas que podría llegar causarnos estupor.

O eso pensé hasta el día de ayer. Como usuario activo de redes sociales, en uno de mis accesos cotidianos a Instagram pude advertir un anuncio en particular: la cuenta perteneciente a la institución donde curso mis estudios universitarios, la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba, estaba divulgando una serie de publicaciones que hacían referencia a un libro inconcluso escrito por Gregorio Bermann que recuperaba relatos, testimonios y cartas sobre la vida del guerrillero y asesino Ernesto “Che” Guevara, al cual Bermann admitía admirar.

Todo recopilado en un artículo realizado por una otrora alumna de la facultad, el cual fue subido a la página institucional de la misma y promocionado con orgullo.

Esta situación me pareció particularmente insultante y ofensiva, más aún por el hecho de tener en la memoria el capítulo de la historia que el establecimiento está decidido a olvidar y a pasar por alto con absoluta liviandad: la evidencia que respalda la conclusión de que el Che era una persona violenta, impiadosa, autoritaria, reaccionaria y homofóbica, cuya palabra no permitía planteamientos de ningún tipo.

En uno de los tantos documentos que confirman la descripción anteriormente mencionada, se puede citar su declaración realizada en abril de 1967, cuando resumió su idea homicida de justicia en su ‘Mensaje a la Tricontinental‘: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”.

Sus escritos anteriores a esta declaración también están caracterizados por poseer este afán insaciable de violencia retórica e ideológica: en una carta dirigida a su esposa, escrita en 1957 y publicada en el libro ‘Ernesto: Una memoria del Che Guevara en Sierra Maestra’, el Che escribía sin titubear: “Estoy en la manigua cubana, vivo y sediento de sangre”.

Estos ideales no quedaron plasmados únicamente en el papel en forma de mensajes que transmitían un anhelo, sino que fueron llevados a la práctica en innumerables cantidad de veces. Por mencionar alguna, a Guevara lo apodaban “El carnicero de la cabaña”. La “cabaña” era una fortaleza militar utilizada como cárcel y donde se realizaban fusilamientos de disidentes políticos acusados de antirrevolucionarios en Cuba, en donde la mayoría de las ejecuciones eran ordenadas por él mismo y varias veces cometidas por su propia mano.

Pero su predisposición a la violencia excesiva no encontraba límite en su proceder “revolucionario y antiimperialista”, que encarnaba una lucha contra el supuesto vasallaje norteamericano y contra toda persona que el Che considerara capaz de atentar políticamente contra la revolución: Guevara era también un homofóbico confeso.

Su odio implacable contra los homosexuales (a quienes consideraba “pervertidos e incapaces”) se materializaba cuando éstos eran condenados a realizar trabajos forzados en campos de concentración, en cuyas instalaciones rezaba la inscripción “El trabajo los hará hombres”, claramente dirigido a los homosexuales, para “ser curados” como quien trata con una patología que necesita un tratamiento médico y corregir de esa manera su conducta homosexual, o perseguidos y encarcelados en La Cabaña para su posterior ejecución.

Según su interpretación, los homosexuales representaban lo contrario al ideal de “hombre nuevo”, el arquetipo de varón que, en sus propias palabras, debía alzarse contra los poderes establecidos y contra cualquier forma de dominio, en donde atributos como la valentía o la fuerza eran antagónicos y no representativos en la homosexualidad.

En palabras de Manuel Villatoro, escritor del diario español ABC, “donde se puede ver el odio del régimen castrista hacia los homosexuales es en la represión que se organizó contra ellos en los años sesenta. Así, el Estado no tardó en considerar a las personas homosexuales como detractores del nuevo gobierno y potenciales enemigos que se declaraban en contra de lo patriarcalmente normativo.”

De esta manera, me vi en la obligación moral de pronunciarme en contra del respaldo de una facultad que, a pesar de enarbolar orgullosamente la bandera en contra del discurso y las manifestaciones de odio y promover la aceptación por la diversidad, decidió avalar a uno de los personajes más violentos de Latinoamérica ignorando gran parte de la historia que evidencia su verdadera naturaleza conductual.

Esta actitud permisiva por parte de la institución puede entenderse a partir de lo que la psicología política denomina como “razonamiento motivado”, el cual representa una reflexión puramente emocional y sesgada, por medio de la cual sólo se toman en cuenta aquellos hechos de la realidad que respaldan y solidifican las propias creencias, ignorando adrede cualquier tipo de evidencia que pueda desacreditar nuestras opiniones con el objetivo de no afectar nuestras convicciones.

De esta manera, se le otorga una mayor importancia y credibilidad a aquellos datos que refuerzan nuestra propia visión del mundo y refutando, reinterpretando, omitiendo o incluso negando aquella información que sea diametralmente opuesta a nuestros preconceptos y que pueda producir algún tipo de debilitación en el sentimiento de un tipo específico de identidad o lealtad.

Así puede entenderse cómo, a pesar de lo que demuestra la historia, el Che Guevara ha logrado perdurar como un mito del progresismo, al punto de poder observarse en diferentes marchas del orgullo gay a personas portando remeras con la emblemática foto del guerrillero, lo cual representa un error histórico grave que parece reivindicar (con cierta complicidad) la conducta de un genocida metódico que se posicionó como un símbolo de la izquierda revolucionaria.

Quizás algún día los sociólogos puedan determinar si esta actitud indulgente corresponde a una idolatría a pesar de toda la evidencia o, simplemente, ignorancia histórica.

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