Fuente: El American
Nuestra especie subsistió en pequeños grupos tribales primitivos sujetos a la más absoluta miseria por más de cien mil años, hasta que en los últimos diez mil años algunos grupos humanos experimentaron con nuevas conductas de las que emergió evolutivamente –como producto de la acción mas no de la voluntad de quienes actuaban– un nuevo orden social que haría posibles finalmente a las primeras civilizaciones.
Pero desde la revolución neolítica hasta la Revolución Industrial, los notables avances civilizatorios que aseguraron la supervivencia de cada vez más humanos (no olvidemos que la especie pasó en pocos milenios de unos pocos grupos dispersos de cazadores y recolectores a millones de habitantes de grandes civilizaciones preindustriales) no había llegando a impedir que, incluso para los estándares de sus propio tiempo y cultura, cerca del 90 % de la humanidad viviera en la mayor pobreza.
Monarcas, nobles y hombres de legendaria riqueza de todas las civilizaciones preindustriales carecieron de comodidades, facilidades y recursos que hoy dan por hecho hasta los habitantes más pobres del mundo desarrollado.
Entre los griegos micénicos a los que imaginamos ricos, cultos y sofisticados –y lo eran a la escala de su tiempo– los ricos y poderosos solían tener un par de sandalias que usaban para salir de sus viviendas. Que alguien usara sus sandalias en el interior de su vivienda era tan inimaginable para ellos como el que alguien tuviera más de un par, al punto que así imaginaban a sus dioses olímpicos.
Así Homero imagina a la diosa Atenea calzando su sandalia para salir de su olímpica morada. La pobreza es el estado natural del hombre y la pobreza fue la realidad diaria de la mayor parte de la humanidad durante la mayor parte de la historia. Algo que únicamente comenzó a cambiar al emerger el capitalismo moderno, que se inició en la Revolución Industrial.
El moderno capitalismo alcanzó en un par de siglos lo que no se había logrado en más de cien mil años: que la pobreza comenzara a caer y el nivel de vida de los pobres fuera más alto, hasta el punto en que en nuestros tiempos cerca del 90 % de una población de miles de millones se encuentran, por primera vez en la historia, por encima de lo que consideramos la línea de pobreza.
Por supuesto que todavía hay pobreza, y hay que insistir en que es el estado natural del hombre, un estado del que únicamente escaparon las mayorías en el capitalismo moderno y al que regresan las mayorías donde quiera que retroceda el capitalismo.
En Venezuela, tras 90 años de creciente hegemonía cultural socialista en la academia, prensa, industria cultural e intelectualidad en general, no se requirió sino de 20 años de socialismo radical –a los que abrieron camino y prepararon todo los previos 40 años de socialismo moderado– para que cerca del 80 % de la producción dejara de producirse, se destruyera la mayor parte del capital acumulado y se atrasara material y moralmente una sociedad en la que hundiera ha caído bajo la línea de pobreza ya cerca del 90 % de la población.
La pobreza crece donde el socialismo y sus “valores” se impone. Primero en las ideas y luego en el poder, mientras cae donde es el mercado libre y sus valores burgueses lo que prevalece. El mundo es hoy menos pobre que nunca antes, pero pese a las indiscutibles ventajas materiales y morales de la libertad en las sociedades en que ha prevalecido, una muy resentida y peligrosa idea de igualdad material sigue siendo el ideal de la mayoría de nuestros contemporáneos.
Y sin embargo, es entre los más pobres mayor, sino menor, el rechazo al capitalismo. El anticapitalismo igualitarista militante, vociferante y eternamente ofendido por la realidad misma, es un asunto de niños ricos.
Como temía Tocqueville, nuestros contemporáneos entienden la democracia como tiranía de la mayoría. Eligen demagogos populistas que niegan la vía de la libertad y la propiedad, la del capitalismo moderno y la responsabilidad individual. La que aunque exija sacrificios inmediatos, conducirá a la prosperidad sostenida.
Y votarán por esos demagogos socialistas las mayorías mientras nos neguemos a ver que no es que no es el beneficio propio lo que más atrae a las mayorías las falsas banderas igualitaristas del socialismo. Más que la búsqueda del bien propio, es el gozo del mal ajeno lo que impulsa a esas masas y sus caudillos.
Y si algo hay que agradecerles es que no lo ocultan. El socialismo es una mentira, pero la propaganda que presenta como verdad a esa mentira es abrumadora. Y su mayor éxito es que incluso ante la estremecedora miseria material y moral de uno tras otro fallido experimento socialista a plena vista, el grueso de la intelectualidad se aferra a la negación –o distorsión– de esa realidad.
El socialismo tiene como retorcido axioma moral a la envidia, algo de lo que traté en mi libro, Libres de envidia: la legitimación de la envidia como axioma moral del socialismo, de 2015 y en un buen número artículos, columnas y conferencias, porque bajo su influjo pueden los hombres mostrarse dispuestos a sufrir daño propio, a menoscabar su prosperidad actual y futura, a apoyar, racionalizar y defender su propio empobrecimiento, por la peregrina esperanza de derribar y destruir a quienes envidian con profundo resentimiento.
La verdadera trampa de la pobreza no es la falacia que sostiene que sin recursos arrancados a otros los pobres no saldrían jamás de esa pobreza. La verdadera trampa de la pobreza está en las creencias, usos y costumbres, y sobre todo los valores sobre la propiedad y la libertad de crear, intercambiar y prosperar.
La envidia explica las mayorías que prefieren hundirse en la miseria por la remota esperanza de ver a quienes envidian compartiendo su desesperación. Y para intelectuales, ideólogos y políticos que manipulan ese resentimiento es un camino seguro al poder total.