Por Javier Torres – La Gaceta de la Iberosfera
Trump llegó a la Casa Blanca gracias a las redes sociales y se marchó por culpa de ellas. Podría ser un análisis simplón y de brocha gorda sobre el auge y caída del presidente más improbable de la historia reciente de los Estados Unidos. Pero hay mucho que profundizar en la importancia que estos canales de comunicación han jugado en la trayectoria del último presidente republicano. En 2016 se impuso, contra todo pronóstico, a todos sus rivales en las primarias presidenciales republicanas. Su mérito fue hacerlo a pesar de la hostilidad tanto del aparato del propio Partido Republicano como de los medios de comunicación. Luego llegaron las elecciones de noviembre y Trump venció a Hilary Clinton con el 99% de las cabeceras estadounidenses pidiendo el voto para ella. El empresario neoyorquino -viejo conocido del establishment- supo conectar con el norteamericano medio, cuyos problemas no aparecían ni de casualidad en los titulares de esos periódicos ni en los programas de los grandes gurús de la televisión. Trump sedujo a los olvidados por las élites políticas, financieras, culturales y mediáticas a través de las redes sociales. Su mensaje, estigmatizado sistemáticamente por los medios de comunicación tradicionales y por la candidata demócrata que llegó a calificar de “deplorables” a la mitad de sus seguidores, encontró, sin embargo, un canal por el que convencer -sin intermediarios- a la mayoría de los votantes. Así se convirtió en el 45º presidente de los EEUU.
Este fallo en el sistema debía subsanarse lo antes posible, de modo que las grandes compañías tecnológicas -Twitter, Facebook o Google- entonaron el mea culpa prometiendo combatir las ‘fake news’ y los discursos de odio, eufemismos con los que acallar la disidencia. Dos semanas después de la victoria de Trump, Mark Zuckerberg anunció un “plan de siete puntos contra la desinformación”. Sabía que su plataforma había contribuido a la victoria republicana y eso no podía repetirse.
A Trump le estaban esperando y el momento llegó cuando más se jugaba: la reelección presidencial. Durante el escrutinio del 3 de noviembre de 2020 que dilucidaba si él o Biden gobernaría los próximos cuatro años, el expresidente denunció irregularidades en el recuento de votos en el estado de Pensilvania. “Están tratando de robar las elecciones, nunca les permitiremos que lo hagan. Los votos no se pueden emitir después de que las urnas están cerradas”, escribió Trump. El tuit apenas duró unos segundos. El CEO y cofundador de Twitter, Jack Dorsey, reaccionó de manera fulminante censurando el contenido e impidiendo compartir la publicación. El mensaje que aparecía en lugar del original decía así: “Alguna parte o todo el contenido compartido en este tuit ha sido objetado y puede ser engañoso sobre cómo participar en una elección u otro proceso cívico”.
Meses después vendría la puntilla. El 6 de enero de 2021 Trump convocó un mitin llamado “Save America” frente al Congreso en Washington donde se estaba celebrando una sesión para contar el voto del Colegio Electoral y certificar la victoria de Joe Biden. El candidato republicano insistió en el fraude electoral y al acabar el acto centenares de sus seguidores asaltaron el Capitolio. Trump llamó a la calma en un vídeo que subió a Twitter. “Somos el partido de la ley y el orden”, dijo. Sin embargo, el mensaje fue censurado en cuestión de minutos por “incitación a la violencia”. Si las grandes compañías tecnológicas doblaron el brazo al presidente de los Estados Unidos, ¿qué no serían capaces de hacer al resto?
Estos hechos espolearon a Santiago Abascal, que días después se reunió en Barcelona con la líder de Fratelli d’Italia, Giorgia Meloni, y miembros del partido republicano de Estados Unidos para forjar una alianza internacional contra la censura en las redes. VOX sabe bien de lo que habla: en enero de 2020 sufrió el cierre de su cuenta nacional, según Twitter, por “incumplir las reglas que prohíben las conductas de incitación al odio”. VOX había respondido a un tuit de la portavoz socialista Adriana Lastra que calificaba de “retrógadas” las ideas del partido y acusaba al mismo de “no soportar al colectivo LGTBI ni el matrimonio entre personas del mismo sexo”. El tuit de VOX fue el siguiente: “Lo que no soportamos es que os metáis en nuestra casa y nos digáis cómo tenemos que vivir y cómo tenemos que educar a nuestros hijos. Y menos aún que con dinero público promováis la pederastia”. Esto último movió a escándalo al PSOE y sus medios. Manuel Mariscal, vicesecretario de comunicación de la formación, explicó el tuit: “Desde VOX consideramos que la aplicación de leyes y programas educativos, como el programa Skolae en Navarra, se traduce en que menores de edad acceden, sin conocimiento y consentimiento de los padres, a prácticas e información de contenido sexual”. Nada de eso sirvió a los responsables de Twitter, que cerraron la cuenta nacional de VOX.
Un año después, el 28 de enero de 2021, Twitter volvió a cerrar la cuenta de VOX en un momento decisivo: la precampaña de las elecciones catalanas del 14 de febrero. Abascal reaccionó anunciando la interposición de una querella contra la compañía norteamericana, que justificaba su decisión acusando de nuevo a su partido de “incumplir las reglas que prohíben las conductas de incitación al odio”. VOX había tuiteado: “Suponen aproximadamente un 0,2% de la población y son responsables del 93% de las denuncias. La mayoría son procedentes del Magreb. Es la Cataluña que están dejando la unánime indolencia y complicidad con la delincuencia importada. ¡Solo queda VOX! Stop islamización”.
Si a principios de año Abascal promovió una alianza internacional contra la censura en las redes, esta semana la Fundación Disenso (presidida por él mismo) se ha incorporado como socio de referencia en España y en la Iberosfera a la Alianza por la Libertad de Expresión (Free Speech Alliance) junto a más de 70 organizaciones de todo el mundo. Esta iniciativa pretende frenar la espiral censora que imponen -como si fueran un solo cuerpo- las grandes empresas tecnológicas, organismos internacionales como la ONU o la UE, medios de comunicación y gobiernos como el español.
Los gigantes tecnológicos (Big Tech) no se presentan a las elecciones y, sin embargo, tienen una influencia formidable en los procesos electorales. Quizá por mala conciencia la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, tardó dos semanas en pronunciarse sobre la censura a Trump, que calificó de “ataque a la libertad de expresión” sólo después de que Merkel hiciera lo propio, porque hasta entonces Ursula había guardado un silencio de lo más sospechoso.
La censura avanza aunque la buena noticia es que ya hay reacción a ambos lados del Atlántico. Esta misma semana Trump ha vuelto a la carga anunciando una demanda conjunta contra Facebook, Twitter y Google. “Hoy, junto con el America First Policy Institute, estoy presentando como su representante principal, una importante demanda colectiva contra los grandes gigantes tecnológicos, así como sus directores ejecutivos, Mark Zuckerberg, Sundar Pichai y Jack Dorsey”. Para el expresidente estas compañías aplican una censura ilegal e inconstitucional. Hay que recordar que Facebook anunció el mes pasado la suspensión de las cuentas del expresidente durante dos años. Otro de los motivos que han motivado la acción judicial de Trump es que Google y YouTube han eliminado vídeos que cuestionaban el criterio de la OMS durante la pandemia del coronavirus.
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Claro que antes de llegar al extremo de eliminar una cuenta de mucha importancia, Twitter y el resto de compañías aplican el ‘shadowbannig’, es decir, el silenciamiento de una cuenta sin que el usuario lo note. Este mecanismo consiste en que los mensajes dejan de tener la repercusión de antes sin explicación aparente. La realidad, sin embargo, es que la plataforma evita que las cuentas más incómodas para el pensamiento dominante sean visibles para la mayoría de sus seguidores. Es la restricción fantasma o censura silenciosa.
Entre los países que denuncian este silenciamiento están Polonia y Hungría, referentes de la reivindicación de la soberanía nacional. Sus gobiernos han sido los primeros de la UE en plantar cara al poder omnímodo de las Big Tech. En enero la ministra de Justicia húngara, Judit Varga, reclamó a Bruselas sanciones contra las redes sociales por restringir la libertad de expresión. Varga denunció una persecución contra las opiniones cristianas, conservadoras y de derecha, circunstancia que le ha llevado a preparar una ley. En realidad Hungría sigue la estela polaca, que semanas antes había anunciado una ley que combata la censura en las redes. El ministro de Justicia de Polonia, Zbigniew Ziobro, había explicado que el usuario debe sentir que sus derechos están protegidos, especialmente cuando se eliminan contenidos que no violan las leyes del propio país.