Por Carlos Esteban – gaceta.es
En otro mandatario norteamericano podría quedar hasta simpático, si bien algo ominoso; en un anciano que ha dado sobradas pruebas de tener un cerebro en grave declive, Joe Biden, no hace maldita la gracia.
Biden ha dado ya en su gira europea indicios suficientes de demencia senil en su fase inicial o, en el mejor de los casos, una tendencia a la desmemoria y la desorientación que sería preocupante en cualquier hombre de la calle, y aterrador en quien ocupa, al menos en teoría, la magistratura más poderosa de la tierra.
Este martes tuvimos otra. Se reunía el matrimonio presidencial con las tropas de la Fuerza Aérea estacionadas en Mildenhall, Gran Bretaña, y era Jill, la primera dama, la que se dirigía a los soldados, empezando por pedirles que se sentaran. Unos guerreros en posición de firmes, imagino, va poco con los tiempos.
El caso es que alguien entre los uniformados gritó: “¡Te queremos, Joe!”, y Joe se dio la vuelta para buscar de dónde salía la voz, dando la espalda a su mujer, que le reprendió con un seco: “¡Presta atención, Joe!”. Y el presidente de Estados Unidos se dio inmediatamente la vuelta, haciendo un saludo militar a su mujer.
¡Jajajaja, qué gracioso todo! ¿Verdad? Solo un trumpista enloquecido le daría importancia a una simpática broma como esta, ¿no es cierto? Solo que el día antes, en la rueda de prensa tras su reunión con Putin, tras hacer esperar a los periodistas tres horas, tres, y dedicarles al final solo 25 minutos, tuvo uno de sus frecuentes ‘vacíos, largos segundos de silencio, balbuceos, frases inconexas y sin significado apreciable: lo que viene ya siendo la alocución típica del presidente.
No me entiendan mal: soy el primer partidario de hacerme el loco si a un venerable anciano se le va puntualmente la cabeza en una reunión, es cuestión de elemental educación y caridad básica. Pero Biden preside la única hiperpotencia mundial. No solo el destino de trescientos millones de norteamericanos depende de sus decisiones; también el del resto de la población mundial. Y ese me parece un límite justificable a los buenos modales.
Porque la pregunta obvia es: ¿quién gobierna realmente Estados Unidos? Biden da muestras de no enterarse a menudo ni dónde está, limita enormemente sus apariciones públicas, selecciona periodistas y preguntas y es evidente que alguien está detrás del pinganillo. La conspiración de silencio de la prensa convencional, haciendo que no ve lo que ve cualquier observador ocasional, no hace más que volver más preocupante la cuestión.
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Pero la anécdota no terminó aquí. Cuando subió al estrado para dar su propio discurso, se olvidó de dar la orden de “¡descansen!” a los soldados en posición de firmes. Cuando al fin lo recordó, minutos más tardes, ofreció una extraña explicación de su olvido: “No hago más que olvidarme de que soy presidente”.
Pues estamos buenos.