Fuente: The Western Journal

La OMS ha dado un paso decisivo para terminar con la pandemia del coronavirus: cambiarle el nombre a las cepas. Al parecer, había millones de ciudadanos en países como India, Sudáfrica, Reino Unido o Brasil, profundamente preocupados, no por la virulencia de las cepas, sino porque las identificábamos con el nombre del país de origen.

Según los expertos de la OMS, la cepa brasileña resultaba horriblemente estigmatizante para los brasileños, que desde su aparición se han pasado noches y noches llorando, mirando al techo de la habitación con melancolía, y exclamando: “¡Oh cielos! ¡Ahora todo el mundo nos conoce por nuestra cepa, en vez de por nuestras caipirinhas!”.

La organización ha zanjado esta aterradora injusticia cambiando los nombres por letras del alfabeto griego (desde aquí, mi abrazo solidario a Sófocles, Homero y Alejandro Magno). Al menos por fin en la India pueden respirar tranquilos. Ya nunca más morirá nadie de coronavirus de cepa india, sino que morirán de coronavirus de la cepa Delta, que mata igual, pero es una cepa mucho más elegante, sostenible y amable.

Queda mucho por hacer. Como articulista y sociólogo, sé del sufrimiento que muchos ciudadanos han tenido que soportar cada vez que la prensa occidental alertaba del surgimiento de nuevas cepas víricas con el nombre de algún gentilicio. Hablamos de una injusticia y una discriminación que se ha prolongado durante más de un año. Un auténtico crimen. ¡Digo más! Todo un genocidio cultural.

Por eso no llega con cambiar ahora la nomenclatura, el daño está hecho. Es necesario un compromiso mayor de las naciones opresoras. La OMS debe promover un impuesto extraordinario en todos los países que han empleado los nombres de “cepa india”, “cepa británica”, o “cepa sudafricana”, y destinarlo a estos países discriminados, subvencionando a aquellos ciudadanos que puedan demostrar daños psicológicos por esta histórica afrenta contra su identidad y buen nombre.

Mención aparte merece lo de China. Es inaceptable que durante meses hayamos estado utilizando impunemente el nombre de “virus chino” para referirnos a un virus que apareció en China. Esto requiere una reparación económica mayor que la de las cepas. Por no hablar del pangolín, ese bellísimo animal que ha sido lapidado mediáticamente, ese limpísimo ser de la naturaleza al que hemos culpado en falso de una pandemia mundial, sin ni siquiera concederle la oportunidad de ofrecer su versión de los hechos.

Tanto el pangolín como el murciélago se merecen unas disculpas. Creo que lo justo sería una cumbre internacional de presidentes y primeros ministros que hinquen su rodilla izquierda en el suelo frente a una nutrida representación de murciélagos y pangolines, vestidos de gala para la ocasión. La cita puede concluir con la declaración solemne de animales sagrados en todo el mundo, prohibiendo para siempre su caza, explotación, y por supuesto, consumo (si es que alguien es capaz de comérselo).

Pero no es suficiente. Como español, exijo también a la OMS una reparación histórica por los daños psicológicos que me ha causado soportar durante décadas el estigma de la “gripe española” de 1918. Incluso en algunos lugares he visto que la gente se tapaba la nariz al cruzarse conmigo, una vez en Venecia me robaron el móvil, y allá donde me he presentado con un alegre “¡hola, soy periodista y soy español!”, a menudo me han respondido con rencor y maldad: “¡Anda! ¡Como la gripe!”.

Conocer rápidamente el lugar de procedencia de un virus está sobrevalorado. Eso daña el turismo. Hay millones de personas que pensaban ir de vacaciones a la India y no lo harán por temor a la cepa. Lo mismo ocurre en China. Cualquier occidental estaría deseando ir a China a tomar el sol y disfrutar de un mes de solaz y libertad, si no fuera porque la insidiosa prensa internacional nos ha metido el miedo a que, de paseo por Pekín, nos muerda un murciélago y nos contagie el “virus chino”.

Hay muchas cosas que debemos agradecer a la OMS en esta pandemia. La rapidísima reacción frente a la amenaza, la claridad y el acierto en las recomendaciones sanitarias para evitar contagios, su implacable marcaje al régimen comunista chino para lograr contener la propagación del coronavirus fuera del país, la sensacional investigación para resolver en tiempo récord el origen de la pandemia, y su crucial intervención para que esta crisis sanitaria no afecte al deterioro ambiental del planeta.

Pero, en definitiva, nada en comparación con este histórico cambio de nombres, probablemente la decisión más trascendente del siglo, que termina de una vez por todas con los gravísimos dolores psicológicos que ha venido causando el virus sobre ciudadanos del mundo que se sentían muy tristes, muy discriminados, muy estigmatizados, y muy hartos de que los oligarcas que pueblan la OMS, y demás instituciones del Nuevo Orden, nos sigan tratando a todos como si fuéramos perfectos idiotas.

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