Por Nehomar Hernández – La Gaceta de la Iberoesfera
La Asamblea Nacional chavista ha designado un nuevo directorio del Consejo Nacional Electoral (CNE). Una mirada general a los nombramientos arroja una correlación de fuerzas de 3 Rectores afines al chavismo y 2 vinculados con sectores de la oposición. Sin embargo, una mirada más profunda sobre el asunto genera una conclusión ineludible: los 5 son actores que, al final del día, contribuirán al asentamiento del régimen de Maduro, sin más.
El listado lo componen Tania D’Amelio (Rectora chavista del organismo desde 2010), Pedro Calzadilla (ex Ministro para la Cultura y la Educación Universitaria de Maduro), Alexis Corredor (ex diputado rojo en la cuestionada Asamblea Nacional Constituyente impuesta por el régimen en 2017), Enrique Márquez (ex Presidente del partido socialdemócrata Un Nuevo Tiempo y ex Vicepresidente de la Asamblea Nacional que ahora encabeza Juan Guaidó) y Roberto Picón (ex asesor electoral de la desaparecida coalición opositora Mesa de Unidad Democrática y ex preso político de Maduro).
Aunque se pudiese pensar que una correlación de 3 a 2 no es tan mala para la oposición venezolana, realmente no hay ningún elemento novedoso en esta fórmula. En la víspera del Referendo Revocatorio que se quiso organizar contra el fallecido Hugo Chávez, por allá por 2003, el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) designó a un CNE que incorporaba a 2 Rectores de oposición: Sobella Mejías y Ezequiel Zamora. En medio de una directiva que además incluía a los chavistas Jorge Rodríguez y Oscar Battaglini como Rectores. El quinto integrante era, en teoría, un profesor universitario que haría de fiel de la balanza, jugando un papel de independiente: Fracisco Carrasquero.
Pasados los meses se reveló la verdad: ni Carrasquero era el fiel de la balanza, ni el CNE estaba allí para garantizar los derechos electorales de todos los venezolanos, en medio de la diatriba que suponía la eventualidad de convocar un referendo que podía poner fin al mandato de Hugo Chávez. Cada vez más las declaraciones públicas mostraban a este Rector “independiente” como un fiel acólito de todo lo que sugiriera el propio Chávez. Luego del buen servicio que prestó al régimen en el CNE, Francisco Carrasquero incluso fue premiado con un puesto como Magistrado del más alto tribunal de la República, el infame TSJ.
Tal fue la caída de máscaras y las irregularidades que se asomaban en el CNE de aquellos años, que el Rector Ezequiel Zamora tuvo que renunciar al cargo a los pocos meses de haberlo asumido. El final de la película es conocido: aunque Chávez venía de afrontar una fuerte oposición a su gobierno en las calles entre los años 2002 y 2003, terminó ganando abrumadoramente aquel referendo realizado en agosto de 2004.
De esa época datan los principales escándalos que terminaron persuadiendo a la oposición venezolana de que el sistema electoral en pleno estaba viciado, y de que por más que se intentase, la salida del chavismo del poder no iba ser facilitada por la participación masiva en unas elecciones (tal y como ocurre en esas democracias en las que los pueblos, hastiados, deciden ponerle punto final a las administraciones de gobierno mediante el voto castigo).
Luego de aquello los opositores al régimen han orbitado -en distintos momentos históricos- básicamente entre dos posturas: una derivada de todo aquel duro aprendizaje, expresada en el convencimiento de que mientras estructuralmente el sistema electoral chavista sea más o menos el mismo, es una pérdida de tiempo y un engaño participar en sus convocatorias electorales; y otra, plena de wishfull thinking y de cohabitación pura y dura, que argumenta que la oposición no tiene otro método de lucha más que el de llamar a votar, buscando así provocar cambios dentro del sistema, por mínimos que estos puedan ser.
Con la designación de estos nuevos Rectores, en una jugada que realmente aporta poco de novedad al paisaje político, la visión “participacionista” es la que cobra cuerpo. Y es que se supone que este nuevo directorio del órgano electoral se habría conformado para producir, a finales de este mismo año, la convocatoria a una nueva “elección”. Se trataría de una de tipo regional y local, de la que saldrían “electos” nuevos Gobernadores de estado y Alcaldes de las municipalidades de Venezuela. Entretanto, el poder de Maduro no sería afectado en modo alguno, puesto que lo que está sobre la mesa no apunta por ningún lado a decantar en una elección Presidencial que pueda poner en peligro la permanencia en el poder del tirano.
Eso en un contexto en el que distintas regiones de Venezuela han caído bajo el imperio de la delincuencia, sustituyendo a las estructuras clásicas del Estado en cuanto a la imposición de la Ley y la autoridad dentro de esos territorios.
Así lo evidencian casos como el de Apure (occidente) con la incursión de distintos grupos en pugna de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) dentro de esa entidad de los llanos venezolanos; Bolívar (sur) con la incursión del Ejército de Liberación Nacional (ELN) colombiano y otros grupos locales del crimen en la explotación de minerales dentro del llamado “Arco Minero”; Aragua (centro-norte) con la aparición de zonas administradas exclusivamente por los llamados “trenes” (grandes bandas criminales) dedicadas al secuestro, la extorsión y el tráfico de drogas; o la propia Caracas (centro norte) en donde en las últimas semanas ha cobrado notoriedad pública el control que ejerce la banda criminal de “El Coqui” sobre un corredor que atraviesa prácticamente todo el oeste de la ciudad capital.
¿Qué autoridad efectiva puede ejercer cualquier Gobernador o Alcalde en zonas como éstas –asumiendo que opositores reales puedan conquistar estos cargos de la administración pública, una vez que hayan sorteado todo un calvario de dificultades inherentes al sistema electoral chavista–?. Parece que ninguna, aunque queramos creer, aunque queramos soñar.
Las dificultades que se tienen al frente no son una cosa menor: inexistencia de medios de comunicación libres para hacer campaña; inhabilitaciones a líderes y partidos de media oposición para postularse; complicidad del sector militar el día de la elección para mantener abiertos o cerrar de golpe centros electorales a conveniencia del poder; máquinas y software de votación sometidos a una inmensa cantidad de dudas sobre la confiabilidad que proveen (la propia empresa que organizaba las elecciones, la polémica Smartmatic, dijo en 2017 que había inflado la votación del chavismo durante la elección a la Asamblea Nacional Constituyente).
Pero eso no queda allí. En 2015 la oposición “ganó” las elecciones de la Asamblea Nacional (de allí proviene el cargo que hoy enarbola Juan Guaidó). Sin embargo, muy temprano, el TSJ chavista comenzó a rebanar al ente legislativo: primero desconoció que los opositores habían conquistado una mayoría de dos tercios del total de diputados electos; y luego procedió simplemente a señalar que dicha Asamblea Nacional había incurrido en exceso de atribuciones y por tanto se encontraba en “desacato”, quedando inhabilitada para redactar leyes y hacer contraloría al poder ejecutivo encabezado por Maduro. Así, de un plumazo, murió cualquier ilusión de que el chavismo podía reconocer que efectivamente había perdido una elección y actuar al modo de los demócratas.
18 años después de la designación de aquel CNE “imparcial” en el que chavistas y opositores podían entenderse para preservar el valor democrático del voto han pasado demasiadas cosas, la mayoría de ellas propias de un país que ha sido corroído por las prácticas del socialismo real y la erosión absoluta de las más mínimas instituciones que son necesarias para que un Estado moderno funcione. Aunque muchos puedan pensar que ese país puede recomponerse con un órgano electoral en el que uno o dos opositores detenten un cargo, la realidad nos grita en la cara que el problema es mucho más complejo.