Fuente: cubanet.org
LA HABANA, Cuba. – En Nuevitas, Camagüey, dos mujeres luchan a golpes en plena calle. Patadas, jalones de pelos, puñetazos que, más allá de magulladuras y sobresaltos, seguramente tendrán otros efectos negativos en el tiempo. Trastornos físicos y psicológicos que tal vez jamás ninguna asocie con ese momento que en vano intentarán olvidar. El daño estará ahí para siempre, agazapado, sedimentándose peligrosamente junto con otras malas experiencias en un entorno cotidiano colmado de miserias como el nuestro.
Hay más de un absurdo en esa pelea difundida hace días en redes sociales donde dos mujeres camagüeyanas se disputan el turno en una fila. Pero el principal de todos es, probablemente, que lo hacen por yogurt, en Camagüey, quizás el único lugar de la Isla donde nadie debería poner su vida en riesgo por comprar un alimento derivado de la leche.
No debería suceder en ningún lugar de este universo pero en Cuba llevamos tantos años enfrentados unos contra otros por cualquier tontería que ya se sobran quienes observan esos actos miserables como “algo normal”. Tan mal andamos por acá.
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Camagüey es la principal región ganadera de Cuba con poco más de medio millón de cabezas y una producción de unos 200 millones de litros de leche anuales. Incluso hay quienes afirman, de acuerdo con un censo vacuno de 1958, que gracias a las fincas de esa región, Cuba llegó a ocupar el cuarto lugar en el mundo en cuanto a masa ganadera, superior a los 7 millones de cabezas y una producción lechera sobre los 700 millones de litros en el año.
Pero hoy la provincia, como el país en pleno, en nuestro infierno de comercios desabastecidos y cartillas de racionamiento, es el escenario dantesco de mujeres y hombres que se agreden a trompadas, hasta sangrar, por una bolsa de yogurt, que ni siquiera está hecho a base de leche sino de soya.
Reacciones bestiales no solo por comida. Ya algún médico amigo me ha narrado de las batallas que ha presenciado entre colegas por ganarse un puesto en una misión médica, de las zancadillas y “puñaladas traperas” de gente mediocre que, sabiéndose en desventaja como profesionales, acuden a los “méritos” políticos, incluso al soborno y a los trueques por sexo para lograr ser enrolados en alguna brigada de sanitarios contratada en el exterior. No importa si en Haití o en la Cochinchina pero en cualquier lugar fuera de la isla-prisión, en cualquier viaje que les sirva, aunque sea “por un tiempito”, como sucedáneo de la libertad.
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No es la de Camagüey la primera trifulca por comida de la que tenemos noticia por estos días ni será la última que nos hundirá en la tristeza de ver a dos madres enfrentadas en una batalla estúpida por la sobrevida.
La crisis tocó fondo hace mucho tiempo atrás, y el régimen, que hipócritamente pide “pensar como país”, continúa anclado en su terquedad retrógrada de partido totalitario, abusador y egoísta. Confiado en que el miedo a las armas del ejército en las calles es capaz de aliviar un estómago vacío.
¡Camagüey, el lugar donde la gente pelea por un vaso de leche! La provincia ganadera de un país que, de gran productor y exportador de lácteos, ha quedado reducido a un tímido importador de leche en polvo o, peor aún, a una nación mendicante de ayudas alimentarias en fondos internacionales de emergencia como los de la UNICEF y la FAO, aun cuando en la prensa oficialista alardean de las exportaciones cubanas de queso, pese a la COVID-19.
Entonces, no se trata de una leche que no hay o que no se produce, sino de una mercancía que brinda más “satisfacción revolucionaria” cuando se la exporta o se la sirve al turista extranjero, incluso cuando se la bebe a diario como privilegio de zángano del PCC, pero no cuando alivia el hambre de quienes la producen.
Porque de lo que se trata, como evidente estrategia de control social, es de hacer de cualquier derecho humano y necesidad básica un lujo, y de la mínima comodidad una prebenda. Y, en última instancia, de acumular divisas en fondos oscuros, inescrutables, turbios, a como dé lugar, aunque luego ese dinero jamás se revierta en beneficios sociales tangibles ni en prosperidad sin maquillajes ni utilería porque, en medio del cansancio, las decepciones y el descontento generales, las lealtades ideológicas y de partido han subido su precio.
Ya no basta con regalar bicicletas chinas, televisores Panda y apartamentos de microbrigada, ya nadie se arriesga a perder la visa americana y su silenciosa jubilación en Miami por una jabita con aceite, jabón y detergente (eso apenas sirve para comenzar la carrera de miserables). Ahora, con los precedentes que han sentado, la meta a alcanzar se vuelve una asignación de comida constante, un auto nuevo, una casa en Miramar, vacaciones en Cancún y hasta un puesto en el Comité Central del PCC o en la Asamblea Nacional.
El dinero jamás alcanzó ni alcanzará para el vasito de leche prometido por Raúl, ni para el “cafetín” y el “chocolatín” anunciados por Fidel. Nunca volveremos a ver el pescado ni los mariscos en nuestras mesas y mucho menos la carne de res “despenalizada” mientras el miedo a perder las riendas del poder sea un asunto de “seguridad nacional”.
Lo hemos comprobado en estos meses con las impopulares “tiendas en MLC”. Prometieron que sostendrían y diversificarían el comercio en pesos cubanos (la moneda en que pagan los salarios) pero una vez más todo ha quedado en la promesa.
De lo que estarán haciendo con los dólares que entran al país por exportaciones y remesas nadie sabe más allá de esa cofradía castrense que gobierna en la Isla pero, basta con observar cuán rápido se alzan los nuevos hoteles de La Habana y lo mucho que engordan los “cuadros del partido”, para comprender que muy poco se ha ido en asuntos sanitarios relacionados con la COVID-19.
Y como con la leche en Camagüey, sucede algo similar en Pinar del Río —tierra de larga tradición veguera— con el tabaco. Y en Baracoa con el cacao, y en Granma con el arroz, y en toda la Isla con el azúcar y con los productos del mar. No importa cuánto se produzca ni qué acervo nos distinga.
Paradoja y desgracia nacionales es lo que exhibe la grabación de esa trifulca callejera entre dos señoras que solo intentan llevar alimento a sus hogares. Imágenes en extremo violentas pero, a fin de cuentas, son reflejo de las realidades económica y política de una Cuba irreconocible, desfigurada, que nos ha dejado a todos y a todas más de medio siglo de represión, de miedo, de reducir la solución al escape, de hacer circular y descargar entre nosotros mismos el odio, la furia contenida, los resentimientos, cuando debiéramos canalizarlos con eficacia hacia los verdaderos culpables de tanto absurdo.