Por Itxu Díaz – westernjournal.com

El presidente está “en problemas” desde mucho antes de las elecciones. De hecho, estuvo “en problemas” cada vez que tuvo que enfrentarse a una entrevista en la campaña, o a un debate electoral. Joe Biden tiene muchísimos problemas y debe resolverlos. Pero Estados Unidos no puede estar a merced de sus asuntos personales.

En realidad, gobernar es fácil. Lo difícil es explicárselo a los periodistas. Pero sin presentarse ante la opinión pública y rendir cuentas, la democracia es poco más que una comedia, con muchas posibilidades de convertirse en drama. No olvides que este hombre está legislando sobre tu familia, sobre tu salud, sobre tu riqueza, sobre tu ejército, y sobre tu libertad. Lo mínimo que se le puede exigir es que sepa lo que hace.

Y es un secreto a voces que Biden no se entera de nada. Un ventrílocuo. Un títere. Un peligro. Podría pulsar accidentalmente el botón equivocado. Y si eso lo haces en la Casa Blanca, puede que el servicio te traiga un café cuando lo que querías era bombardear un campo de entrenamiento yihadista en Deir al Zur. De algún modo, también puede suceder lo contrario.

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No es tranquilizador descubrir que las decisiones políticas del Biden son arbitrarias, cuando no abiertamente aleatorias. Tengo la teoría de que en política exterior está tomando partido en cada asunto con ayuda de una ruleta. Decide lo que manda la bolita. De ahí la incoherencia. De ahí la irrelevancia a la que acabará relegando a Estados Unidos en el mundo, si alguien no le obliga a soltar de una vez la ruleta. Y no olvidemos tampoco que a los chinos les encanta el juego.

Los demócratas han jugado a una carta marcada. Utilizar al viejo Joe para alcanzar el poder a toda costa, y después rezar para que al menos sea capaz de seguir manteniendo la vertical. Es lógico que le molesten las preguntas de los periodistas. ¿Cómo puede responder a cuestiones sobre la mascarilla alguien en ese estado? ¿Cómo puede saber qué medidas tomará su gobierno alguien que firma lo que le ponen delante sin saber qué es?

Lo escribí hace algunos meses: Joe Biden no existe; Estados Unidos está en manos de Kamala Harris, que es la típica persona que, desde el primer día de campaña, guarda en el cajón de su mesilla de noche un emocionado obituario dedicado al presidente y un flamante discurso inaugural para sí misma.

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Y ahora, una de esas elecciones que a veces la vida te presenta: ¿Qué prefieres, un presidente ausente al que ni siquiera puedes interrogar, o tener de presidenta a una de las personas más sectarias y resentidas que se ha acercado a la política americana en el último siglo? Por el momento tenemos las dos cosas a la vez.

Sin embargo, un país con la veneración a la prensa libre que mantiene desde siempre Estados Unidos, necesita tener un presidente al que pueda hacerle preguntas. Si Joe no puede hacer su trabajo tendrá que irse, o al menos admitirlo. Y presentar ante los periodistas a Kamala Harris. Sería genial escuchar sus carcajadas histéricas durante toda la rueda de prensa. Dicen que la risa nerviosa es el primer indicador de que estás ante un impostor.

En el caso de Kamala, no haría falta la risa nerviosa para saberlo, pero lo cierto es que la tiene, y es estruendosa como una estampida de cascabeles. La tiene y los americanos se merecen escucharla, mientras la prensa le pregunta por la apertura de los colegios, por la mascarilla, por las vacunas, y por sus lunáticas pretensiones de obligar a los médicos a que realicen operaciones de cambio de sexo, que es el asunto que verdaderamente ocupa sus días.

El paso de Biden por la Casa Blanca es una farsa, una comedia, una broma de humor negro. Pero cuando termine abruptamente la función, la única que reirá el chiste será Kamala Harris, aunque la entrada ya la habrá pagado todos y cada uno de los americanos. Humor socialista.

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