Fuente: La Reforma
Esta carta abierta fue escrita y enviada al medio colega “Bichos de Campo” por Gonzalo Berhongaray, que es investigador CONICET, docente de la Facultad de Ciencias Agrarias de la Universidad Nacional del Litoral (UNL) y miembro del equipo de I+D de CREA. El testimonio refiere a una tremenda vivencia personal en tiempos de la pandemia por COVID-19 y dice textualmente:
Fueron las restricciones a las libertades humanas fundamentales –y no el Covid-19– las que provocaron la muerte de mis padres. El experimento social que se está desarrollando en la Argentina es mucho más dañino que el virus. Y la dimensión completa de las consecuencias finales del mismo aún están por verse.
Mis padres residían en una finca en San Rafael, Mendoza, donde nos criamos junto a mis dos hermanos: uno que vive en esa misma provincia, mi hermana –con cinco meses de embarazo– que se encuentra en Mar del Plata y yo en la ciudad de Santa Fe. Nunca imaginamos que semejante dispersión geográfica sería un inconveniente para volver a vernos.
Pero lo fue cuando el “aislamiento obligatorio” implementado en marzo pasado hizo que desde entonces muchas provincias y municipios comenzasen a comportarse en los hechos como jurisdicciones independientes en las cuales las normas discrecionales quedaron libradas a las voluntades de los jefes provinciales, comunales y policiales locales.
Mi madre, ya jubilada, nunca se perdía ningún acontecimiento importante relativo a sus nietos. Uno de mis tres hijos comenzaba en marzo primer grado y ella quería viajar, como lo hacía usualmente, en colectivo para pasar luego una o dos semanas con nosotros en la ciudad de Santa Fe. Ya había comprado los pasajes cuando le pedí que los devolviera porque los medios de comunicación comenzaban a poblarse de noticias sobre un virus peligroso que se extendía por todas las naciones del orbe.
Si pudiese volver el tiempo atrás, alertado por la desintegración territorial que venía en camino, le diría seguramente que viajase cuánto antes junto a mi padre para estar con nosotros. Pero por entonces no había manera de advertir la degradación en ciernes.
“No te preocupes, vieja”, dije. “En Semana Santa estamos por allá”. Así lo hacíamos todos los años. Pero esta vez no pudo ser. La soledad comenzó a resultar un peso importante en la salud mental de mi madre, quien estaba a acostumbrada a llevar una vida social muy activa en Mendoza. Cada semana que pasaba era una tortura estar lejos de su familia y sus afectos.
Hicimos todo lo posible para mantener contacto permanente por medios virtuales, pero la realidad es que mi trabajo y el mi esposa se multiplicó durante los primeros meses de la “cuarentena”, mientras nos adaptábamos al uso permanente de plataformas digitales para cumplir con nuestras responsabilidades laborales.
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Mi madre no aguantó más y en mayo tramitó un permiso para viajar con su automóvil hacia La Pampa, donde residía su madre, quien, con 82 años, había quedado sola para atravesar el encerramiento obligatorio.
La creciente angustia le provocaba insomnio y el uso nocturno de redes sociales era testimonio fiel de ese problema recurrente. Quizás se quedó dormida. Quién sabe. Pero jamás llegó a visitar a su madre.
Mi hermano me avisó que mamá estaba internada en coma luego de un accidente vial. Me desesperé. Comencé a intentar tramitar un permiso para poder viajar los más de 1000 kilómetros necesarios para poder acompañarla. Pero los burócratas que diseñaron el experimento social argentino –en vigencia– no habían habilitado ninguna posibilidad de acercamiento entre familiares que estuviesen atravesando circunstancias críticas.
En el medio de esa búsqueda frenética para cumplir con el mandato más básico presente en la naturaleza humana –acompañar a un ser querido durante una convalecencia– mi hermano me comunicó que mamá había fallecido. Decidimos junto con mi esposa que todos, los cinco integrantes de la familia, iniciaríamos el viaje desde Santa Fe hacia Mendoza para que los nietos pudiesen despedir a la abuela.
El viaje se hizo por demás extenso porque nos encontramos con controles policiales en las diferentes jurisdicciones de cada provincia. En todos fuimos detenidos y, con el certificado de defunción que me había remitido mi hermano desde Mendoza, explicamos, imploramos y lloramos todos para que nos dejasen avanzar para dar el último adiós a mi madre. Creo que jamás me había sentido tan impotente frente al uso discrecional de una autoridad. Parecíamos inmigrantes ilegales tratando de ingresar a diferentes países sin la documentación correspondiente.
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La campaña mediática del miedo había dado buenos resultados y muchas estaciones de servicio localizadas en las rutas no nos dejaban comprar alimentos ni bebidas. Pasamos hambre cuando se acabaron las provisiones propias.
Cansados ya de tener que rogar que nos dejasen pasar al atravesar el territorio santafesino y cordobés, no sabíamos que lo peor estaba por llegar cuando llegamos al límite con la provincia de San Luis, donde nos encontramos con un campamento de personas y familias que esperaban días e incluso semanas la posibilidad de poder atravesar la custodiada frontera de esa jurisdicción.
Luego de seis horas de espera y hambre, abastecidos solamente de agua provista por una canilla de uso público de los acampantes, nos permitieron atravesar la provincia de San Luis con vigilancia permanente de diferentes móviles policiales que se iban pasando la posta cada tanto. Tardamos más de siete horas en hacer un viaje que usualmente no demoraría más de tres.
Cuando llegamos a Mendoza, nos informaron que debíamos irnos a un hotel en la ciudad capital para realizar una “cuarentena” de dos semanas con un costo, que correría por nuestra parte, del orden de 150.000 pesos. Rogamos nuevamente por hacer valer nuestro derecho constitucional y natural de circular libremente hasta la finca de San Rafael, donde nos estaba esperando nuestro padre, quien para entonces estaba atravesando una fase depresiva profunda.
Afortunadamente, se apiadaron de nosotros y nos permitieron seguir viaje, nuevamente escoltados por patrulleros, quienes se aseguraron que no tomásemos contacto con nada ni nadie en el territorio mendocino. Un policía se compadeció de mis hijos y le compró una pizza para que pudiesen tener algún alimento hasta llegar a destino.
Permanecimos dos semanas en la casa de mi padre, brindándole la compañía necesaria, para luego regresar hacia Santa Fe. La vuelta fue mucho más sencilla porque, al evidenciar que estábamos viajando hacia nuestro hogar, los controles policiales nos permitían avanzar sin necesidad de implorar hasta el llanto.
La promesa era volver para las “vacaciones de Julio”.
El 17 de agosto mi padre decidió quitarse la vida. En la última carta que escribió pidió perdón, pero nos aseguró que no podía vivir en soledad sin la compañía de mi madre. Mi padre no pudo, como tenía antes de la instauración del encerramiento obligatorio, contar con el acompañamiento profesional necesario para poder sobrellevar su enfermedad.
Las listas de muertos por Covid-19, que muchos medios de comunicación informan diariamente con entusiasta dedicación, deberían ir acompañadas por todos los fallecidos a causa del aislamiento impuesto por el Estado con la excusa, irónicamente, de preservar la salud de la población. Si ese fuera el caso, seguramente nos llevaríamos una sorpresa por el número de víctimas. Una sorpresa no precisamente agradable.
PD: hoy 10 de Octubre tenía pensado estar con mi padre festejando su cumpleaños. No mandando esta carta.
PD2: mi abuela sigue aún sola en La Pampa, ninguno de sus nietos ni bisnietos puede visitarla.
PD3: agradezco enormemente a Ezequiel Tamborini por ayudarme a escribir esta carta.
por Gonzalo Berhongaray