Por Renato Cristin
Argentina se está ahogando, y ¿qué está haciendo Europa para salvarla? El más europeo de los países latinoamericanos está al borde no solo de un desastre económico, como demuestra el apremio del default, sino también político, como se ve por la actuación del Gobierno que asumió en diciembre pasado con un nuevo presidente de la república. El riesgo de hundimiento es, lamentablemente, real e inminente, y coincide, incluso en sentido causal, con la imposición de un sistema que, para usar un término sintético, podemos definir comunista. ¿Asuntos internos de un país soberano o cuestiones de interés internacional? Cuando una crisis económica se relaciona con decisiones políticas que contrastan con los fundamentos del mundo liberaldemocrático occidental, este último tiene derecho y además tendría el deber de tomar una posición, con todos los medios diplomáticos de los que disponen las relaciones internacionales, desde la moral suasion hasta la presión económico-política.
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Pero ¿qué está pasando en Argentina? En pocos meses el Gobierno de extrema izquierda (cuyo verdadero dueño es la vicepresidente Kirchner, centro del poder y estratega de las decisiones cruciales), ha empezado a aplicar un rumbo tan preciso como para resultar escalofriante. Decretos, propuestas de reformas constitucionales que apuntan a socavar la propiedad privada (cuya intangibilidad está establecida precisamente por la Constitución), proyectos de transformación socialista del mercado laboral y de estatización de las actividades productivas, en parte demagógicos y en parte dramáticamente concretos, como se puede ver en el reciente intento de expropiación gubernamental (bajo forma de intervención) del grupo industrial agroalimentario Vicentin, familia de origen italiano y empresa activa desde 1920, que entró en crisis en los últimos meses.
Esquema clásico de los regímenes comunistas: empiezan denunciando la pobreza y señalando al sistema capitalista como su causa, prosiguen acusando a las fuerzas que reaccionan a nivel nacional e internacional de obstaculizar la posibilidad de superar la pobreza, y terminan justificando la existencia de la pobreza misma para ocultar el saqueo con fines personales, o del partido, o del partido-Estado, legitimando así la destrucción y sovietización del sector empresarial, el odio de clases, la privación de libertades personales y civiles. Esa teoría de la expropiación generalizada es elaborada, incluso a nivel más alto del poder, como forma de acción política y económica, como punto de inflexión hacia una sociedad igualitarista de reminiscencias marxianas. El Gobierno está cruzando un umbral que para un país como Argentina parecía infranqueable. Pero ¿cómo se ha podido llegar a esta escalada? Bajo una estrecha vigilancia del Fondo Monetario, arrinconado por acreedores internacionales, rodeado de países con gobiernos de derecha (Brasil, Chile, Bolivia, Uruguay), ¿por qué un gobierno decide radicalizar su tendencia socialista incurriendo en la confiscación de empresas?
Hay un hecho que puede explicar esta arrogancia ideológica. La Conferencia Episcopal Argentina favoreció la elección del presidente Fernández y, aunque de manera muy discreta, apoya su proyecto de cancelar incluso esos pocos elementos de liberalismo en la sociedad y de libre mercado que el honesto aunque imprudente Gobierno macrista había realizado. El rasgo característico y original del neocomunismo argentino reside efectivamente en el beneplácito conferido por el papa Bergoglio, quien autoriza y promueve un experimento que puede definirse como de catocomunismo. De hecho, además de tener una línea directa con Santa Marta (que Kirchner no tenía), el nuevo presidente cuenta con el apoyo de muchas personas que allí son bienvenidas.
La visión socioeconómica de Bergoglio es la de una sociedad pauperista y una economía casi de supervivencia, que aunque pintada en tonalidades éticas, no deja de ser una pesadilla para cualquier sociedad avanzada. Anhela una «economía comunitaria» que logre «crear trabajo allí donde sólo había descartes de la economía idolátrica», en un escenario que suena idilíaco, pero que en realidad sería posatómico, de tan sombrío: «las empresas recuperadas» (o sea sustraídas a los propietarios), «las ferias libres y las cooperativas de cartoneros son ejemplos de esta economía popular que emerge de la exclusión y adopta formas solidarias que le dan dignidad» (Papa Francesco, Terra, Casa, Lavoro, 2017).
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Y los gobiernos deberían incentivar estas «formas de economía popular y producción comunitaria» (aunque con frecuencia no paguen impuestos, sean subsidiadas por el Estado y por lo tanto catalogables como gasto público puro), porque serían expresión del bien común, la antítesis respecto de la «idolatría del dinero». Esa es la teoría socioeconómica de impronta bergogliana, y ese es el programa económico y social que un grupo de líderes políticos y de movimientos sociales le ha propuesto hace pocas semanas al presidente Fernández: hecha pasar por búsqueda del bien común, en realidad esta perspectiva lleva a la pobreza común, a la pobreza generalizada, al comunismo posindustrial, que en lugar de producir riqueza genera miseria, para crear así al hombre nuevo catomarxista, desde siempre soñado por los teólogos de la liberación.
El riesgo es entonces que el catocomunismo se vuelva una forma-Estado. Siendo Bergoglio el líder global, entre quienes teorizan se encuentra el obispo Sánchez Sorondo, un asesor muy cercano al papa y, como él, argentino, cuyo modelo no es tanto la Cuba castrista, la Venezuela chavista o la Nicaragua orteguista, sino nada menos que China, esa China que el obispo magnifica como reino del bien en la tierra. Actualmente, Sorondo sostiene que «los que mejor realizan la doctrina social de la Iglesia son los chinos», porque si «el pensamiento liberal ha liquidado el concepto del bien común, no quiere ni siquiera tenerlo en cuenta, afirma que es una idea vacía, sin ningún interés, al contrario los chinos, no, ellos proponen trabajo para el bien común», y por lo tanto «China está asumiendo un liderazgo moral que otros han abandonado». China como guía moral universal parece una broma, una imagen demasiado grotesca como para ser creíble, pero es funcional a la línea antiliberal de Bergoglio, quien sigue, sin immutarse, machacando en contra del sistema socioeconómico capitalista y con la paralela apología de la pobreza como herramienta eminente para acercarse a Dios.
Esas son entonces las coordenadas de esta línea geo-teo-política: Argentina-China-Cuba-Venezuela. La venezolización de Argentina representa el salto en largo de los viejos montoneros, el logro de un nivel de comunistización que el decenio kirchnerista no había conseguido imponer por dos razones: porque sus líderes estaban ocupados más que nada en acumular para sí mismos todo el dinero posible con asuntos públicos y privados, y porque, hasta el 2013, o sea hasta la entrada en escena de Bergoglio, tenían en el Vaticano una oposición radical que hoy en cambio se ha transformado en apoyo total.
A nivel geopolítico, el futuro inmediato de Argentina podría consistir en una alineación con el eje chino-ruso-iraní; en una ruptura, sin clamor pero neta, con el Occidente pro-estadounidense; en una sintonía plena con la ONU y sobre todo con sus franjas tercermundistas; en aventuras económico-sociales que tendrán como inevitable consecuencia la destrucción de lo que quedaba del tejido productivo y civil del país. La bendición de Bergoglio representa el sello de esa operación que debería contrarrestar el viraje liberal-conservador de gran parte de América Latina, para estabilizar institucionalmente la política de la Iglesia latinoamericana, ya completamente controlada por la teología de la liberación.
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Como dijo el cardenal chino Joseph Zen Ze-kiun, quien conoce muy bien a los comunistas, en una memorable entrevista del New York Times, «Francisco puede tener una natural simpatía por los comunistas, porque para él estos son los perseguidos. Él no los conoce como los perseguidores en que se convierten una vez que alcanzan el poder, como los comunistas en China». Precisamente de una incompleta comprensión de este detalle se desprende el riesgo del deslizamiento de Argentina hacia un régimen de matriz cubana o venezolana.
Y la «opción preferencial por los pobres» encuentra la ocasión histórica que ofrece la pandemia: «¡Pobre de la humanidad sin crisis! Toda perfecta, toda ordenadita, toda almidonadita. Sería, pensémosla, una humanidad así sería una humanidad enferma, muy enferma […]. Esta pandemia nos recuerda que es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad. Aprovechemos esta prueba como una oportunidad para preparar el mañana de todos», dice Bergoglio, cayendo en un lapsus colosal: aprovechar la pandemia para imponer el bien que, indudablemente de buena fe, él ve en la redistribución, pero que en realidad es un daño generalizado, porque la opción pobreza implica la destrucción de la sociedad occidental, la disolución de sus estructuras económicas y culturales, la cancelación de su identidad. Y a su vez, el Gobierno argentino aprovecha la pandemia como una oportunidad para destrozar industrias, para llevar a la quiebra y después «recuperar» empresas, dando inicio así a la transformación socialista y pauperista del país.
De los mensajes, personales, pero que la prensa parcialmente difundió, de Bergoglio a Fernández, aflora la antigua aspiración a cambiar la sociedad, las relaciones sociales, el hombre mismo. La soldadura es perfecta, sólida y casi invisible: no se podría pretender nada mejor para una acción ideológica que, para no asustar a las cancillerías occidentales, quiera mostrarse como una acción de justicia social en vez que como una revolución. Pero el reciente giro expropiador corre el riesgo de ser el tropiezo que rompe el engranaje. El temor de que empiecen cuestionando la propiedad privada, prosigan aboliéndola y terminen colectivizando todo no es infundado.
Una conspicua parte de argentinos, liberales, conservadores, pero también centristas o progresistas moderados, todos juntos ya están reaccionando con determinación ante esos atropellos antidemocráticos e inconstitucionales, con algún pequeño resultado como por ejemplo una frenada en la confiscación directa, pero no tienen muchas prosibilidades de invertir una tendencia general ya en curso, porque no disponen de recursos democráticos suficientes para lograrlo (el Gobierno acaba de ser electo y la mayoría parlamentaria está de su lado) y porque otros recursos ya no forman parte del horizonte histórico. Por lo tanto necesitan apoyos internacionales, concretos pero también simbólicos.
Tal vez el Vaticano mismo podría darse cuenta del riesgo y frenar esta corrida destructiva, aunque no parece una hipótesis que dé mucha esperanza. Seguramente, sin embargo, algunos gobiernos occidentales o al menos algunos partidos políticos del Parlamento Europeo o de parlamentos nacionales pueden tomar iniciativas concretas, de manera pacífica, para hacer que la voz del liberalismo y de la democracia sea escuchada por un gobierno claramente iliberal y tendencialmente dictatorial. Europa, Occidente, el mundo libre deberían moverse de inmediato a nivel institucional, por todos los medios legítimos, para evitar que en Argentina se repita lo que ha pasado (y pasa) en Venezuela, para salvar a un pueblo y no solo a una economía.
El mensaje va, en tal sentido, al centroderecha italiano, para que con una moción parlamentaria encienda un reflector que ilumine esa sombría zona austral en la que un Gobierno neocomunista está avasallando las libertades primarias, la propiedad privada, el patrimonio que generaciones de empresarios, en gran parte justamente de origen italiano, han producido con su trabajo y hecho fructificar para el crecimiento económico y social de Argentina.
Fuente: Panam Post